La cumbre de la FAO que se clausuró ayer en Roma sólo habrá servido para que un puñado de gobernantes de medio mundo pasen unos días en la ciudad eterna y se luzcan pronunciando discursos tan solemnes como hueros.
En los foros de ese tipo siempre se oye lo mismo: que es intolerable que haya miles y miles de personas que mueren a diario por culpa de la mala o nula alimentación y que es escandaloso que los gobiernos de las zonas ricas del planeta dediquen una parte sustancial de sus presupuestos a sobreproteger la producción alimentaria propia mientras asignan auténticas miserias para ayudar al progreso agrícola de los países pobres. Eso dicho, les llega el momento de subrayar que el mundo es capaz de producir alimentos para todos y que lo que hay que hacer es organizarlo mejor. Tras de lo cual, disuelven la reunión y quedan para la siguiente.
Se plantea todo como si la Humanidad sufriera esos gravísimos males por una triste mezcla de torpeza y falta de bondad solidaria. No se tienen en cuenta las implacables lógicas de intereses que los explican.
Hay países –sobre todo en África– cuyas economías de subsistencia fueron desarticuladas por el colonialismo y que ahora ya tienen difícil remedio. ¿De qué les valdría a estas alturas que Europa y EE.UU. abrieran sus fronteras a las exportaciones agrícolas, si no tienen nada que exportar? Su crisis no es sólo alimentaria: es total.
En otros casos, referirse a “los intereses de los países del Tercer Mundo” es manejar una entelequia. Hay producciones que son competitivas en el mercado internacional sólo porque los trabajadores de esos países se desloman por cuatro ochavos. Quienes las rentabilizan al máximo son las oligarquías locales, a menudo asociadas con multinacionales del Primer Mundo. Los supuestos intereses de los países no son tales, porque dentro de cada país hay intereses no sólo distintos, sino contrapuestos, que las ayudas del Primer Mundo –salvo enternecedoras excepciones, casi siempre ligadas a proyectos de cooperación altruistas– ni saben ni quieren discernir.
No es que el mundo esté mal organizado. Es que está bien organizado para beneficio de unos pocos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (6 de junio de 2008).