La victoria de Mauricio Funes en las elecciones salvadoreñas ha reavivado una polémica que ya empieza a ser clásica entre las gentes de izquierda.
Hay quienes sostienen que el creciente número de países cuyos gobiernos (cuyos electorados) dan la espalda a sus respectivas derechas, algunas de las cuales parecían incombustibles, es expresión de un fenómeno histórico general y, pese a sus diferencias, homologable. Otros, bastante más escépticos, replican que los cambios políticos que se han producido son tan variados –sobre todo por su muy distinta trascendencia social– que se hace muy difícil, si es que no imposible, interpretarlos como flujos de una sola corriente. Los gobernantes de todos esos gobiernos se sonríen mucho y hasta pueden parecer amigos, pero no forman parte de ningún proyecto político colectivo.
¿Quiénes tienen razón? Ninguno. O ambos. Sabido es que no hay mejor modo de arruinar una buena argumentación que llevarla a sus últimas consecuencias. Es cierto que los planteamientos político-sociales del régimen cubano se parecen como un huevo y una castaña a los del argentino. O los del boliviano a los del brasileño. Pero no menos cierto es que todos estos países están haciendo esfuerzos reales, algunos bastante más radicales que otros, para desprenderse de la tutela que las grandes potencias occidentales han venido ejerciendo sobre ellos. Eso establece un cierto factor común. No estamos ante ninguna revolución (y menos ahora, con Obama, que a ver por dónde acaba saliendo), pero tampoco ante acontecimientos aislados.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (22 de marzo de 2009). También publicó apunte ese día: Mi gozo en un pozo.