Es típico de los amantes clandestinos imprudentes: según repiten y repiten sus infidelidades sin que nadie se entere, van relajando las medidas de disimulo y un mal día, zas, se encuentran con el culo literalmente al aire.
A muchos que detentan el poder (o sea, y en riguroso castellano: que lo usurpan) les pasa igual. Se dedican a hacer de su capa un sayo, se acostumbran al ordeno y mando, se olvidan de que existen fronteras legales entre lo público y lo privado, se creen en el Olimpo de los dioses, tiran del erario cuanto y hacia donde les viene en gana… hasta que llega un momento en el que, de repente, por sorpresa y para su estupor, descubren que las cosas eran más complicadas de lo que aparentaban y que alguien ha hurgado en las cloacas de sus actos, con lo que pueden acabar en una mazmorra con una mano delante y otra detrás.
Estos individuos no son como el común de los mortales. Recuerdo a un ministro de Aznar que fue pillado en diversas operaciones irregulares (no diré quién, porque no tengo grabación magnetofónica de su perorata, que además era privada). El hombre, involuntariamente cómico, se quejaba: “¡Pero todo esto es absurdo! ¡La gente no sabe cómo funciona el mundo empresarial!”. Pensé para mí: “Pues va a ser eso; que, como no somos de tu mundo, no entendemos de qué va y con qué alegría os limpiáis el pompis con la ley.”
Ahora mucha gente del PP y sus aledaños está sumida en un cenagal de ese tipo. Nadie sabe ni dónde ni cómo acabará todo esto, pero los que peor lo llevan son ellos mismos, que no acaban de creérselo. ¿Ayer en el cielo, hoy en infierno?
¡Qué malos católicos! No recuerdan que el infierno es el precipicio de los ángeles caídos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (12 de febrero de 2009). También publicó apunte ese día: La escopeta nacional.