Le preguntan a un especialista del ramo, para mí perfectamente desconocido, por los límites que tiene hoy en día el trucaje de fotografías, filmaciones y tomas de vídeo. “¿Límites? Mínimos; casi nulos. Siempre, claro está, que contemos con los medios tecnológicos necesarios”, responde. Y pone varios ejemplos.
Uno me llama la atención de manera particular: según el técnico entrevistado, es perfectamente posible fabricar un corte de vídeo que sitúe a tal o cual personaje en escenarios en los que nunca ha estado y realizando actividades que jamás ha practicado. “Se le puede sacar lo mismo paseando amistosamente por un campo de entrenamiento de Hezbollah, rodeado de combatientes, que charlando sonriente con George W. Bush en los jardines de la Casa Blanca”, dice. “Y, si está bien hecho, ningún teleespectador que vea esas imágenes en un telediario sospechará que son producto de un trucaje, salvo que tenga conocimientos especiales”, concluye.
“No es lo mismo”, digo para mí. “Lo de la Casa Blanca podrían desmentirlo en cosa de nada. Lo del campamento de Hezbollah es posible que se apresuraran a confirmarlo”.
Cuando estudié periodismo en el IUT de Burdeos, ahora hace casi cuatro décadas, un profesor nos enseñó cómo se podían trucar las grabaciones magnetofónicas. ¡Ya entonces! Lo hizo transformando un discurso radiofónico del general De Gaulle en una proclama comunista. Fue desternillante.
Yo no soy muy católico –tal vez los más perspicaces de quienes me leen ya se lo maliciaban–, pero sugiero que Santo Tomás Apóstol sea declarado patrón del ciudadano mediático. Como es sabido, Tomás, uno de los doce apóstoles, no se creyó que Jesucristo hubiera resucitado, pese a que sus compañeros le contaron que habían estado con él. Reclamó una prueba fehaciente: que el Hijo de Dios le permitiera meter un dedo en sus llagas. Lo logró, pero hasta esa constatación directa mantuvo su férreo escepticismo.
Fue todo un precursor.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (21 de julio de 2008).