Un antepasado mío (¿tatarabuelo?) logró fama y fortuna en la Guerra de la Independencia. Las logró porque dirigió una partida armada que se enfrentó a las tropas francesas, pero sobre todo porque respaldó el regreso de Fernando VII, que lo convirtió en marqués para premiar su servilismo.
Esa circunstancia, que mi abuela contaba con mucha ironía y buenas dosis de mala uva, me llevó a interesarme por la confrontación que se inició el 2 de mayo de 1808, de cuyo estudio saqué la conclusión de que el factor decisivo en aquella contienda bélica no fue ni el alcalde de Móstoles, ni el tan aclamado heroísmo del pueblo español, ni la guerra de guerrillas, ni mi antepasado, ni el copón de la baraja, sino las tropas británicas, comandadas por Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, que fue capaz de plantar cara y vencer a Napoleón Bonaparte con sus propias armas de estratega, desde Vitoria a Waterloo, aprovechándose de que el corso, en su desmedida ambición, tenía tendencia a luchar en demasiados frentes a la vez.
En mis estudios de aquel episodio histórico –que tampoco pretendo exagerar–, me topé con las reflexiones que escribió un hispanista ocasional llamado Karl Marx. Y reparé en una frase con la que el de Tréveris, siempre brillante, retrató la Guerra de la Independencia española: “En Cádiz estaban las ideas sin acción; en el resto de España, la acción sin ideas”.
Fue aquel un tiempo ambiguo, como suelen serlo todos. Fue una época en la que las mentes españolas más lúcidas eran afrancesadas. Pero resultaba absurdo tratar de que un pueblo se hiciera amante de la libertad a bayonetazos. A Napoleón le pasó lo mismo en media Europa: la libertad, por definición, no se impone.
Lo curioso, trágico o cómico, es que el resultado de aquella tremenda guerra contra los franceses, que resultó ser la ruina de los Bonaparte, fuera que en España acabara afianzándose una monarquía de raíz francesa, la de los Bourbon (Borbones, que se hicieron llamar), que ahí sigue tan campante, con algún pequeño sobresalto intermedio, dos siglos después. Y venerada por la mayoría de los herederos de los revoltosos del 2 de mayo de 1808. Tiene narices.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (2 de mayo de 2008).