Acabo de llegar a Santander. La casa en la que recalo a menudo desde hace ya bastante tiempo está a un tiro de piedra del Ayuntamiento, en cuya plaza se exhibió hasta el pasado jueves la estatua ecuestre de un Francisco Franco de tamaño muy superior al natural (cosa nada difícil, si se tiene en cuenta el porte del modelo).
Me he topado con esa estatua durante muchos años. A diario, cada vez que bajaba a la calle. Llegó a hacerme cierta gracia verla siempre cubierta de cacas de paloma. Me recordaba cómo llamaba al general Franco un amigo mío, inmisericorde con el dictador: “Su Excremencia, el Jefe del Estado…”.
Bastantes cántabros de izquierda se dicen satisfechos de que la estatua de Franco haya sido jubilada de una pajolera vez, pero a otros no los veo tan contentos. Y les doy la razón. Porque el engendro de bronce se ha retirado con una coartada burocrática, sin que se haya producido ningún pronunciamiento municipal de condena de la dictadura franquista. Hasta tal punto ese rechazo explícito sigue ausente que basta con echar un vistazo al callejero de Santander para disipar toda duda: “calle General Mola”, “avenida Luis Carrero Blanco”, “calle Héroes del Baleares”, “calle División Azul”, “calle General Dávila”, “calle Primo de Rivera”, “calle Matías Montero”…
Incluso, para demostrar su equidistancia, el alcalde del PP ha decidido retirar, junto con la estatua de Franco, un pequeño escudo conmemorativo de la Primera República que se encontraba medio escondido en un jardín cercano. Para que nadie le tome por lo que no es.
Las cosas son como son: no es lo mismo derribar una estatua con ignominia que retirarla con excusas para acabar exhibiéndola en un museo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (21 de diciembre de 2008).