Caso primero: Federico Trillo asegura que nada de lo que diga el sastre José Tomás merece el más mínimo crédito, porque ha prestado declaración ante el juez en calidad de imputado. “¡Extraño argumento, a fe!”, pensé al oírlo. Apréciese que, según el héroe de Perejil, declarar en calidad de imputado es motivo de descalificación, pero estar imputado en firme por un buen puñado de delitos muchísimo más graves no resta credibilidad, si el acusado es del PP. Él sabe quién es bueno y quién malo, y lo demás son pamplinas.
Caso segundo: el Gobierno central y la Junta andaluza firman un acuerdo para liquidar la deuda histórica y la ministra Elena Salgado lo explica diciendo que era una obligación derivada del Estatuto de Autonomía andaluz, Ley Orgánica que el Gobierno no puede sino acatar. Pues lo había hecho hasta ahora. Peor lo llevan las autoridades vascas, que siguen sin saber nada de una veintena de transferencias previstas en el Estatuto de Gernika, que fue aprobado hace la friolera de 30 años.
Los dos anteriores casos reflejan argumentos cogidos por los pelos. El de Benedicto XVI pertenece a otro capítulo: el de la intransigencia a machamartillo, caiga quien caiga. Sin ninguna consideración.
De viaje por África, el jefe de la iglesia católica ha proclamado que jamás aceptará el uso de preservativos. Le da igual que sirvan para contrarrestar la pandemia del sida. Al gran defensor de la vida humana le preocupan más sus dogmas sobre la posible procreación que la defensa de la vida humana realmente existente.
Da miedo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (19 de marzo de 2009).