“Hay mucha gente que no sabe dónde está su límite y quiere encontrarlo”, afirma Isidre Esteve, que participa en el Rally Dakar. Lo dice para justificar la existencia de una carrera tan brutal y tan peligrosa, que este año se ha llevado por delante una vida y ha dejado muy maltrecha otra.
Quizá sea ese asunto de los límites el que explica mi prevención ante los llamados “deportes de riesgo”. Ni sé dónde está mi límite de audacia y resistencia ni me importa. Tampoco me apasiona saber dónde tienen ese límite los demás. Veo a unos que se tiran de un puente altísimo agarrados por una cuerda atada a un pie, a otros que se lanzan al vacío desde un avión y no abren el paracaídas hasta que casi tocan tierra con las narices, a otros que hacen piruetas pasmosas volando por los aires subidos a una moto, o a un patín… Mi perplejidad se hace extensible a los encierros de los sanfermines y a otras presuntas fiestas populares en las que el personal corre los más diversos peligros, a veces decididamente graves, para regocijo suyo y de buena parte de la parroquia.
Si me dijeran que lo hacen para ganarse el sustento y que “más cornás da el hambre”, como justificó su osadía en 1894 el torero Manuel García Cuesta, El Espartero –que poco después moriría empitonado por un mihura, el pobre–, podría llegar a entenderlo. Lo que se me escapa por completo es que haya personas que pongan en riesgo sus vidas por placer, o para comprobar dónde están sus límites. El único modo de comprobar empíricamente dónde están nuestros límites es transpasarlos, y eso a veces no tiene vuelta atrás.
Supongo que se trata de gente a la que le funciona una neurona de la que yo carezco. O al revés.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (18 de enero de 2009).