Es un ritual de obligado cumplimiento: cada vez que un medio de comunicación denuncia tal o cual acción problemática o directamente ilegal de un político, sus allegados (y él mismo, llegado el caso) responden poniendo en solfa las intenciones del denunciante, a quien acusan por sistema de pretender que la atención general se desvíe de “los verdaderos problemas del país” y de no buscar sino la promoción de la gente de su cuerda.
¿Hay denuncias periodísticas que persiguen fines ocultos? Pues claro que las hay. ¿Y qué? Ése es un asunto secundario, del que valdrá la pena ocuparse una vez clarificado lo esencial. Porque lo primero que hay que examinar es si la denuncia responde a hechos reales o no. Es como si un ciudadano se presenta en una comisaría, declara que su vecino ha cometido un asesinato y el policía que está de guardia tras el mostrador le responde: “Bien, bien, vale, pero ¿no será que usted le tiene manía a ese hombre?”. Es un sinsentido, pero así funciona el mundo de la política, y no sólo en España. Todo aquel que es cogido en falta se pone a discutir a cuento de qué se han empeñado en cogerlo en falta, y no si la falta existe.
Para esto segundo tienen otro sistema de escapatoria no menos surrealista. Llega el periodista y pregunta, por ejemplo: “¿Qué tiene que decir usted de las informaciones según las cuales su jefe trincó de la caja pública hasta ponerse malo?” Y el interrogado (o interrogada) responde sin inmutarse: “No he leído esas supuestas informaciones. Lo que sí puedo decirle es que nuestros oponentes políticos son unos incompetentes”.
O sea, las churras y las merinas a corretear por el campo en alegre tropel. Y a la lógica, que le den.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de diciembre de 2008).