Cuentan que una señora muy peripuesta y pizpireta se acercó un mal día a Winston Churchill y le espetó, sin mucho miramiento: “Ay, sir Winston, ¡qué gordo se ha puesto usted!”, A lo que el premier británico respondió, con idéntica falta de tacto: “Es verdad, señora. Pero lo mío tiene remedio. Me temo que no pueda decirse lo mismo de su cara”.
La pata de banco me hizo gracia, y admito que la utilicé, aunque dulcificada, en cierta ocasión en la que una señora de ésas que creen que es gracioso ser sincera hasta lo desagradable aludió a los kilos de más que adornan mi cintura. Le dije: “Querida amiga: sé de sobra que he engordado. En mi casa hay varios espejos, y veo en ellos cada día mi triste figura. ¿No tiene usted ninguno que le ayude a hacerse cargo de la suya?”.
Debería haberme abstenido. Lo cierto es que odio que se hagan referencias insultantes al físico (la altura, el peso, la visión, el andar, la abundancia o carencia de pelo, etc.) de las personas a las que se critica por razones político-ideológicas. Franco y Hitler fueron bajitos, como lo son Jiménez Losantos y Aznar, pero a ninguno de ellos cabe achacarle culpa alguna por esa circunstancia: es algo que les vino dado. Además, ¿qué tiene de malo ser bajito? En el ranking de la maldad humana hay tantos bajos como altos. De la misma manera que ha habido gordos de armas tomar, como Nerón, pero también gordos divertidos y encantadores, como Charles Laughton. Y peludos y calvos. Y cegatos y ojos de halcón. Y corredores y cojitrancos.
Leo una columna en la que se señala que a algunos de los miembros de ETA detenidos últimamente se les ve metidos en carnes. Imagino que su autor no recuerda a Mario Onaindia, que ocupó un puesto en la cúpula de la organización terrorista, entre los sesenta y los setenta, con una buena ristra de kilos en su abundante seno. Es más: luego se pasó al PSOE, y cambió de ideología, pero no de peso.
Mi propuesta es sencilla: critiquemos a quien creamos criticable, pero prescindamos de su físico más o menos afortunado, más o menos a nuestro gusto, ciñéndonos a lo que dice o hace por su propia voluntad.
Con eso suele bastar y sobrar.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (4 de agosto de 2008).