Cada periódico es dueño de marcar sus propias normas de estilo, faltaría más, pero yo también soy libre de juzgarlas, faltaría más.
Una que se está imponiendo últimamente en algunos medios importantes, y que me resulta ridícula, e incluso cómica, es la de publicar necrológicas (u obituarios, como prefieran llamar ustedes al género) cuyos autores dedican más espacio a hablar de sí mismos y de sus sentimientos que a informar de quién era, cómo vivió y qué hizo de meritorio el fallecido. Unos se ponen en plan «Siempre recordaré aquel día en el que me dijo: ‘Fulanito, tú eres el mejor, con diferencia’». Otros optan por el género elegíaco y escriben cosas del tipo «Ramón (o Pepe, o Eloísa, que tanto da): la imperecedera huella de tu inmensa humanidad vivirá entre nosotros para siempre, marcándonos objetivos de inmarcesible grandeza y de generosa entrega». Ya. Pero si tuviera usted el detalle de informarnos de qué día nació este personaje y dónde sucedió tal cosa, cómo y gracias a quién se educó, qué le decidió a tomar tal o cual orientación, con quién se relacionó, qué obras produjo, por dónde deambuló a lo largo de su existencia y cuándo y de qué ha muerto, le estaríamos muy agradecidos. Por el aquel de saber, más que nada.
El primer artículo que me publicaron (debería de tener yo como 13 años) fue sobre un profesor de mi colegio que murió, no recuerdo cómo ni de qué. La tesis originalísima de mi artículo iba en la línea “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”. Otro profesor me comentó: “El artículo está bien escrito, pero no cuentas casi nada sobre el fallecido. En tanto que necrológica, es un fiasco”.
Se me quedó grabada la crítica. Sigo recordándola.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (29 de diciembre de 2008).