Se discute ahora mucho sobre las filtraciones a la Prensa.
La primera confusión que conviene deshacer –que viene favorecida por la definición de “filtrar” que proporciona el Diccionario de la Real Academia Española, por cierto– es la que lleva a tratar por igual a quien pasa información confidencial o secreta a un periodista y al periodista y al medio que la publica.
El segundo error, del que el DRAE también se hace cómplice, consiste en dar por hecho que todo ello está feo. Puede estarlo en determinados casos, pero en otros cabe que tanto la filtración del dato oculto como su publicación constituyan un deber moral imperativo.
A lo largo de los años me ha tocado ser testigo de muchas filtraciones. Y las he visto de muy diverso tipo.
En cierta ocasión, uno de los responsables de una obra de alto riesgo, que estaba seriamente preocupado por las chapuzas que se estaban cometiendo en su construcción, me pasó pruebas irrefutables de que aquello podía terminar en un desastre de mil pares. Lo único que quería el hombre era quedar en paz con su conciencia. El asunto salió publicado y la obra se paralizó. Tanto la filtración como la publicación de esa información confidencial tuvieron un positivo efecto social.
Segunda posibilidad, bastante más frecuente: hay filtraciones en las que es obvio que quien las realiza actúa movido por intereses personales o políticos, pero que, como la información filtrada es importante para que la opinión pública pueda formarse un criterio fundado, merece ser publicada. En ese caso, lo justo es despreciar al filtrador y absolver al publicador. De ésas las he visto a puñados, protagonizadas por ministros, consejeros, jueces, fiscales, concejales, policías… y hasta por obispos.
Tercer supuesto, del que tampoco me falta noticia: a veces, el material filtrado no aporta nada que tenga gran interés para la comprensión cabal de lo sucedido, pero puede resultar impactante y espectacular, es decir, rentable para el medio de comunicación que lo difunde. Ahí la decisión de publicarlo o no depende de la moralidad y el rigor deontológico del medio.
De modo que casi siempre se publica.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (26 de septiembre de 2008).