Poseo un televisor, de los primeros grandotes que salieron al mercado, que compré en 1984 y que sigue funcionando muy bien. Hace algo así como diez años tuvo una avería en el transformador, por culpa de una tormenta con mucho aparato eléctrico (paradojas de la vida). El técnico que me lo reparó me dijo, mirándolo con arrobo amoroso: “¡Ah, ya no se hacen televisores como éste!”.
De por el mismo tiempo, o aún anterior, es la lavadora que se encarga de darle vueltas a mi ropa hasta dejarla aceptablemente pulcra. De tanto en tanto me toca cambiarle la correa del motor pero, fuera de eso, no desfallece ni por asomo, por más que sea de una de esas segundas marcas baratas típicas de los híper.
Tengo aparatos todavía más vetustos. La palma se la llevan un amplificador y dos bafles que compré en 1976 cuando llegué a Madrid, y que continúan funcionando como si tal cosa. De seguir así, acabaré gestionando su traslado a un museo.
Explicaré a qué viene este exordio de apariencia enigmática. Hace algunos días comprobé que un grabador de DVD que tengo no funciona bien. Se suponía que era bueno o, por lo menos, yo lo pagué como si lo fuera. “¿Está en garantía?”, me preguntó el técnico al que acudí. “No; ya no. Tiene tres años”, le respondí. “Pues tírelo y cómprese otro; la reparación le saldría más cara”. Según me explicó, ahora todos los aparatos se fabrican para que en cosa de tres o cuatro años se estropeen y haya que reemplazarlos. Por eso se han abaratado tanto. Fabrican productos de usar y tirar, sin más.
Lo cual plantea dos problemas graves.
El primero es colectivo: la enorme cantidad de desechos de difícil o imposible reciclado que producen nuestras sociedades de consumo, sin parar y en masa. Es un disparate. (Ahora se está investigando sobre exportaciones secretas de basura europea al Tercer Mundo. El asunto apesta.)
El segundo problema es mío, personal y no sé si transferible: mi cabeza es incapaz de almacenar más libros de instrucciones. El del DVD que voy a tirar tenía 176 páginas, que en su día me estudié con esmero. El que va a sustituirlo tiene la tontería de 212. Lo contemplo y me entra una pereza infinita.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (6 de julio de 2008).