No me resulta escandaloso que el juez murciano Ferrín Calamita esté en contra del matrimonio homosexual, ni que se oponga a la adopción de niños por parejas del mismo sexo. Tiene todo el derecho a opinar así, como lo tiene a creer, por poner un ejemplo no menos estrafalario, que hay en Urano pequeños individuos de 25 centímetros de alto que cantan canciones de Julio Iglesias durante todo el día a grito pelado.
Es cosa suya y, como quiera que todo lo que no está prohibido está permitido, puede estar convencido de lo que le venga en gana. Pero, cuando ejerce de juez, él, como todos los demás, está obligado a aplicar la ley existente, coincida o no con sus querencias, deseos y convicciones personales.
Lo escandaloso del caso del juez Ferrín Calamita es que pretenda –sigue pretendiéndolo– que es injusto que se le quisiera obligar a aplicar una ley que no le gusta.
Lo cierto es que no estaba obligado. Habría podido pedir que se le retirara del caso, dados sus prejuicios. Pero no: cegado por su particular fanatismo, se empeñó en seguir adelante, erigiéndose en legislativo, ejecutivo y judicial al mismo tiempo.
El caso del juez Ferrín Calamita puede tomarse como una caricatura de cómo funciona una parte de la Justicia en España. Las buenas caricaturas se caracterizan por resaltar con habilidad los rasgos más destacados de lo caricaturizado. ¿Cómo puede haber jueces que no asuman que su trabajo consiste en aplicar las leyes y no en dictarlas a su capricho?
Pues los hay, y a todos los niveles. Dentro de nada, en el País Vasco va a perpetrarse un juicio del mismo estilo, con varios dirigentes políticos, incluido el lehendakari, sentados en el banquillo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (28 de diciembre de 2008).