Hay una creciente protesta estudiantil contra el acuerdo firmado en Bolonia en 1999 por los ministros de educación de la Unión Europea para crear un Espacio Europeo de Educación Superior. Es el llamado “proceso de Bolonia”. El estudiantado acusa a los autores de esa iniciativa, dicho pronto y por la brava, de haber sustituido su cerebro por un monedero. Los ministros pretendieron que querían ajustar los estudios universitarios “a las demandas sociales”. Los críticos responden que confundieron las demandas sociales con las exigencias del capitalismo. Y vaya que sí.
De las protestas universitarias “contra Bolonia” hay dos aspectos especialmente gratificantes.
El primero es el hecho mismo de que se produzcan: demuestran que en la Universidad actual sigue habiendo focos vivos de rebeldía y de insumisión. (Tampoco es que en los sesenta hubiera de entrada mucho más, digan lo que digan ahora los vendepeines del 68, tantos de ellos burdos maquilladores de su propia mediocridad juvenil.)
Lo segundo que atrae del movimiento estudiantil de ahora es su crítica de la galopante mercantilización de las carreras docentes, cada vez más orientadas a inculcar a los universitarios tan sólo los conocimientos necesarios para ser útiles a la empresa que los utilice en su día, si alguna se digna reparar en ellos y sacarlos del paro. Pretenden colocarles anteojeras, como a los burros, para que no vean de la realidad sino lo que se requiere para contribuir a la producción y, ya de paso, para que se abstengan de mirar lo circundante, no vaya a ser que se les ocurra asustarse con la visión del conjunto.
Pero algunos se empeñan en pensar. Hay humanos que siguen teniendo ese viejo vicio.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (27 de noviembre de 2008).