“Y, bueno, al final ¿qué opinión tienes de Barack Obama?”, me preguntan. “Aún me faltan datos”, insisto. “Ah, ya: lo de los 100 días”. “No, con algunos te basta y te sobra con la mitad de ese tiempo para emitir un juicio político sobre sus capacidades. Obama es diferente”.
Odio el mecanicismo vulgar según el cual tanto da este o el otro presidente de los Estados Unidos: se supone que todos obedecen con el mismo entusiasmo a los mismos señores. Pero el sentido común y la propia Historia indican lo contrario. Hay determinadas opciones, ciertas posibilidades de imprimir a la acción política un sello personal. En definitiva, que Obama no es Bush, ni abuelo, ni padre, ni hijo, ni hermano. ¿Qué es, en concreto? Tenemos datos parciales: es simpático, atractivo, accesible, con sentido del humor; ha decidido relajar algunos de los puntos de más alta tensión anti-Washington, dentro de ciertos límites… Además, sabe jugar a los puntos de equilibrio. ¿Que no consigue la firma de un papel ideado por él? Pues lo deja a medias, poniendo cara de perfecta felicidad. Claro que es también el presidente que va a boicotear la Conferencia Mundial contra el Racismo, el que se ha comprometido más a fondo en la Guerra de Afganistán, el que apoya casi incondicionalmente a Israel…
Tiempo habrá para hacer cuentas. Algún presidente norteamericano ha llegado a ser asesinado por diferencias parciales en el seno de la clase dominante del gigante del norte.
Estábamos demasiado hechos a presidentes (tipo Reagan o Ford), de escasas luces y espíritu de marionetas.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (22 de abril de 2009).