Los designios de Dios son inescrutables Sobre todo los de Dios padre, Alá y Yaveh.
El uno incita a sus seguidores a atacar a los infieles, así se hallen en sus propias tierras y encerrados en sus casas: lo sabemos desde la Biblia, cuando hacían señales de sangre pintadas en las puertas para saber a quien no matar, pero nos lo recuerdan a diario con bombas incendiarias y tiros disparados sobre niños, quizá porque creen que más vale prevenir que curar.
El otro, el de los islamistas, guerras aparte, se dedica todos los años a montar unas peregrinaciones a La Meca en las que nunca faltan los muertos y heridos por aplastamientos.
Ahora, el Papa, jefe de una Iglesia que no se ha privado de matar a troche y moche a lo largo de su la larguísima Historia aplicando aquella cruel filosofía antialbigense (“Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”), debe de tener cierta nostalgia de esas carnicerías propias de colegas y organizó en el estadio de fútbol de Luanda (Angola) una concentración de masas en la que, a todas luces, no cabía tanta gente como la convocada. De modo que los asistentes se aplastaron todo lo que quisieron –o no– y aquello acabó con dos mujeres muertas y decenas de heridos.
Lo más llamativo es que el Papa, ante la barbaridad de la tragedia sucedida, volvió a perorar sobre la ventajas de la castidad, el matrimonio y en contra del espiritismo (como si lo suyo fuera materialismo de la más pura cepa) y no dijo ni palabra sobre la asfixia por exceso de credulidad.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (25 de marzo de 2009).