Prosigue en Zaragoza la polémica sobre la intención del alcalde Juan Alberto Belloch de dar a una calle de la ciudad el nombre de san Escrivá de Balaguer.
Algunos han respondido a las críticas alegando que la capital aragonesa también tiene una calle que lleva el nombre de Carlos Marx. Y el argumento me parece de peso: comprendo perfectamente que a alguien de ideología derechista le moleste vivir en una calle que lleva el nombre del fundador del comunismo. Tanto como a mí me fastidiaría que en mis tarjetas de visita figurara la huella del fundador del Opus Dei. En París viví en una calle que llevaba el nombre de un novelista apólogo de Stalin, Henri Barbusse. Dudo que a la mayoría de los vecinos de la calle les hiciera una enorme gracia el homenaje impuesto.
Para mí que lo más sensato y menos conflictivo sería que los ayuntamientos españoles dejaran de identificar sus calles con nombres de personas polémicas y pasaran a denominarlas de manera aséptica: “Oso polar”, “Aurora boreal”, “Estrecho de Bonifacio”, “Cabo de Gata”… En fin, en este plan. Ya sé que con esto estoy renunciando de antemano a que San Sebastián me dedique en el futuro una calle, pero como en todo caso sería post mortem, y además la calle estaría en el quinto infierno, me da igual.
De lo que más me gustó de las pocas ciudades de los EE.UU. que he visitado es la tendencia que tienen sus ayuntamientos a numerar las calles. No sólo resuelve problemas políticos, sino que te ayuda mucho a circular, que es de lo que se trata. “Eso está en el cruce de la 5 con la 10”, te dicen, y lo encuentras en un periquete. En España te sueltan: “Está entre Matías Montero y Largo Caballero”, y casi te produce mareo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (16 de marzo de 2009).