Puede parecer extraño que muchas personas sin apenas estudios técnicos hayan sido capaces de predecir la actual crisis económica antes y mejor que los más renombrados especialistas. A mí me lo dijo hace muchos meses un barman alicantino, refiriéndose en concreto al caso español: “Esa gente debe de creer que va a seguir vendiendo coches y apartamentos hasta el infinito”. Pues se ve que sí; que eso era lo que creía “esa gente”. Pero no porque sea particularmente torpe ni ignorante, sino porque la ambición y el interés nublaban sus entendederas.
En el prefacio a su “Contribución a la crítica de la Economía Política”, brillantísimo texto que Karl Marx escribió hace 150 años (casi día por día, dicho sea de paso), el ahora tan reivindicado pensador de Tréveris dejó escrito: “No es la conciencia de los hombres la que determina su ser; es, por el contrario, su ser social el que determina su conciencia”. Por decirlo en román paladino: no es que cada cual hable de la feria según le va en ella, sino que ve y entiende las ferias de acuerdo con lo que espera y necesita de ellas. Los gobernantes, empresarios, financieros y teóricos de alto copete no examinan la evolución de la economía como si fueran científicos que observaran asépticamente el comportamiento de un grupo de coleópteros y lo mismo les diera que los bichos tiraran para aquí o para allá. Está en juego su tren de vida: sus fincas, sus coches, sus yates, sus viajes en primera, sus amantes, sus sirvientes, sus lujos. No pueden formarse un criterio sereno sobre lo que tienen delante de las narices. Están obnubilados por lo suyo. Se han rodeado de demasiados árboles como para estar en condiciones de ver el bosque.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (4 de febrero de 2009).