Va uno y dice: “Hace días que me vienen unos dolores de cabeza francamente molestos”. Y el amigo con el que se está tomando un vermú le suelta: “Sí, le está ocurriendo a mucha gente. Parece que es un virus gripal de una cepa nueva. Tómate Cachispalún, una gragea cada cuatro horas. Ya verás cómo se te pasa”.
Es el mismo amigo que diez minutos antes había sentenciado con aire solemne: “Bah, los médicos no tienen ni idea”. Así que los médicos –todos los médicos, al parecer– no tienen ni idea, pese a haber cursado largos estudios y contar con alguna experiencia, pero él, que trabaja en una Subsecretaría de Turismo y no ha leído en su vida ni un solo libro de medicina, se aventura a recetar medicamentos a los demás con perfecto aplomo.
Éste es un país –probablemente no es el único, pero es un país– en el que todo el mundo cree saber un montón de medicina y da consejos rotundos a cualquier enfermo con el que se topa, apoyándose en que tal o cual medicamento a él le fue muy bien cuando tuvo un padecimiento similar, olvidando que el físico de cada persona es un todo y que una medicina puede venir bien para desatascar una cañería pero, a la vez, puede obturar otra aún más importante.
Llevo unas semanas con ciertos padeceres físicos –no especialmente graves, espero, pero molestos– y ya he dejado de hacer la lista de todas las prescripciones farmacéuticas que he recibido de mi amplio y voluntarioso entorno. “Tómate esto, que es totalmente inocuo”, me suelta algún amigo cada dos por tres. Y luego lees los prospectos, y de eso, nada: que si cuidado con esto, que si ojo con lo otro.
Personalmente, prefiero a los médicos. No tendrán ni idea, pero tienen muchísima más idea.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (10 de marzo de 2009).