Una de las enojosas dificultades que estamos obligados a afrontar quienes nos dedicamos a escribir sobre la actualidad política es la que nos plantea referirnos a la ciudadanía y las instituciones de los Estados Unidos de América. ¿Cómo llamarlas?
Ellos las llaman “americanas” y se quedan tan anchos. Pero América llega desde el Océano Glacial Ártico hasta el Cabo de Hornos y, pese a los ingentes esfuerzos que han hecho para lograr lo contrario, los EE.UU. no son dueños de todo ese inmenso continente. Ni siquiera de la mitad más uno.
Hay quienes las llaman “norteamericanas”, pero eso tampoco es exacto, ni mucho menos, porque Norteamérica comprende Canadá, los Estados Unidos de América y México, amén de algunas islas de soberanía francesa (interesantísimas, pero ése es otro capítulo).
Algunas enciclopedias pretenden que las llamemos “estadounidenses”. A veces yo lo hago, porque algo hay que hacer, pero tampoco es riguroso, porque el nombre oficial de México es “Estados Unidos Mexicanos”, con lo cual tan estadounidenses son los mexicanos como los compatriotas de Barack H. Obama.
La pregunta que resulta inevitable plantearse a partir de esas constataciones, de mero sentido común, es: ¿y cómo el Estado más poderoso del mundo tiene una nebulosa tan espesa sobre algo tan elemental como su propio gentilicio? El asunto es interpretable, como todo en esta vida, pero me temo que tenga que ver con la doctrina del “destino manifiesto”, tan extendida entre muchos dirigentes de los EE.UU., que han sostenido invariablemente que su nación es la esencia misma del continente americano, al que representan por concesión divina.
Ellos son América, y punto. Son los americanos, por antonomasia.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (16 de noviembre de 2008).