Vale la pena reparar en el rendimiento que el futbolista italiano Marco Materazzi está sacando de la grosería con la que provocó a Zinedine Zidane en la final del campeonato del mundo de fútbol que no se celebró, pero tuvo lugar en Alemania en 2006. Un año después, el defensa de la selección italiana precisa –doy por hecho que tras haber negociado cuidadosamente el precio de la revelación– lo que le dijo a Zidane: «Prefiero a la puta de tu hermana».
Recuperemos la escena. Materazzi, siguiendo la tradición de un cierto modo de practicar el fútbol muy corriente en su país, insistía en frenar a Zidane agarrándolo por la camiseta. Tanto empeño ponía en asir la prenda en cuestión –gracias a la permisividad del árbitro, todo sea dicho–, que el francés de origen bereber, más que harto, le dijo con sarcasmo: «No insistas; te la daré al final del partido». A lo cual Materazzi, zafio para todo, como jugador y como persona, le soltó lo de su hermana.
La confesión de Materazzi me sugiere una pregunta, que es concentrado de otras muchas: ¿es posible que quede sin sanción un comportamiento como ése, una vez confeso? En mi criterio, la FIFA, organizadora del Campeonato en el que se produjo semejante cosa, debería adoptar unas cuantas medidas, referentes a la licencia del delincuente en cuestión –y lo tildo de delincuente porque lo que ha confesado no sólo es antideportivo, sino también un delito tipificado en cualquier Código Penal– y al propio título obtenido por la selección italiana de fútbol gracias a la utilización de semejantes métodos.
De todos modos, la provocación de Materazzi explica, pero no justifica el error de Zidane. Un futbolista tan experimentado como él tenía que estar mentalmente preparado para que las provocaciones de ese género, y aún peores, le resbalaran.
Recordaba hace unos días con Ángel Cappa (ya conté con qué ocasión) cómo reaccionó un jugador elegante e inteligente como pocos, el argentino Osvaldo Ardiles, cuando en un partido con la selección italiana (¡qué casualidad!) recibió tantos agarrones que su camiseta quedó convertida en cuatro trapos rotos. Sin encararse con los agresores, se acercó al árbitro y, con gesto de estupor, pero sin decir palabra, le mostró los jirones. Su gesto («mediático», se diría ahora) resultó más eficaz que un montón de protestas, broncas y cabezazos juntos.
Zidane entró al trapo. Fue un error. Pero, como recuerdo de tanto en tanto, no estoy de acuerdo con esa máxima de los políticos profesionales que pretende que un error es más grave que un crimen («C’est pire qu’un crime; c’est une faute»). Lo de Materazzi fue un crimen; lo de Zidane, una debilidad, como las que tenemos todos demasiado a menudo. Estúpida, sin duda, pero comprensible.