Rodríguez Zapatero se está beneficiando no poco de la inquina que le tiene la derecha española. El furor extremo y tantas veces estrafalario con el que lo atacan, atribuyéndole tantos males que a su lado las siete plagas de Egipto serían sólo una pequeña trastada, provoca una reacción casi instintiva de simpatía en sectores de la izquierda que en otras condiciones lo tendrían bastante enfilado, y también en no pocos nacionalistas periféricos que no están nada satisfechos con lo que lleva hecho, pero que tienden a pensar que con cualquier otro en La Moncloa las cosas irían a peor, sin duda alguna.
Tanto esa valoración como el sentimiento arropador que conlleva son compartidos muy ampliamente por la población de Euskadi, nacionalista o no, que tiene cifradas muchas esperanzas en la acción pacificadora del presidente del Gobierno. La gran mayoría de los vascos confía en que ayude al fin de ETA y propicie las condiciones necesarias para la convivencia pacífica –o sea, para la confrontación pacífica– entre los ciudadanos de diferentes creencias, intereses, identidades y aspiraciones.
No comparto ese entusiasmo. O, por lo menos, no del todo. Para mí que, arrastrados por esa corriente general de alivio y optimismo, muchos vascos no están prestando la debida atención ni a lo que el presidente del Gobierno dice ni a lo que hace.
A lo que dice, digo: acaba de afirmar con mucha rotundidad que el derecho de autodeterminación no existe. Así, sin más. Es una tesis peregrina (Zapatero sabe de sobra que el mapa del centro y el este de Europa ha cambiado por completo en los últimos veinte años en nombre precisamente de ese derecho), pero es, por encima de todo, una declaración de principios. Lo que está dejando claro es que no tiene la menor intención de reconocer a los vascos el derecho a decidir por sí mismos su futuro. (Otra cosa es a los navarros, en concreto: «Navarra será lo que los navarros quieran», dice.)
Con lo cual, una de dos: o al final opta por cambiar de planteamiento en función de las circunstancias... o la confrontación está asegurada.
Hay que fijarse en lo que dice –digo–, y también en lo que hace. Es un hecho que empezó prometiendo que apoyaría sin rechistar el proyecto de Estatut que saliera del Parlamento de Cataluña y que luego no paró de rechistar, hasta cambiarlo sustancialmente. En el caso de Euskadi, ha expresado intenciones muy estupendas, henchidas de talante, pero hacer, lo que se dice hacer, no ha hecho gran cosa por el momento.
Tras la tregua de ETA que le tocó gestionar, Aznar se apresuró a acercar a Euskadi a algunos presos. Y hablo de Aznar.
Tampoco puede decirse que Zapatero haya aprovechado la autoridad que tiene sobre los tribunales –porque la tiene, déjese de mandangas– para conseguir que atemperen la fijación obsesiva que tienen con los dirigentes de Batasuna, que al paso que vamos acabarán encarcelándolos por impago de multas de tráfico.
El resumen es sencillo: las maldiciones del PP no convierten en santo a Zapatero. Si el presidente del Gobierno quiere llegar a los altares, tendrá que currárselo en concreto, más y mejor. Ser el anti-Zaplana está bien, pero no es suficiente.