Circunstancias que sí hacen al caso, pero sobre las que me han pedido reserva por razones personales –demanda que respeto–, me han llevado a repasar un texto que escribí hace cinco años para esta página web en el que rememoraba varias muertes y reflexionaba sobre el tan común olvido. Según lo he leído, me he dado cuenta de que podía haberlo escrito esta misma mañana. Mis sentimientos son hoy los mismos, punto por punto, que hace un lustro. En sentido y en hondura. Como se trata de impulsos anímicos que ni pierden ni quiero que pierdan actualidad, reproduzco lo que escribí entonces. Decía así:
«”Nosotros no olvidamos”.
Las gentes de izquierda tenemos una relación conflictiva con la memoria. Nos pasamos la vida prometiendo –prometiéndonos– que no vamos a olvidar.
Se trata por lo común de una memoria que no es memoria, sino deseo de venganza. Herriak ez du barkatuko («El pueblo no perdonará»), suele gritarse en Euskadi.
O en Argentina: «Ni olvido ni perdón».
Queremos vengar, sí, pero acabamos olvidando. No sólo olvidamos nuestros deseos de venganza –tan a menudo imposibles–, sino también a las víctimas a las que juramos memoria. Y probablemente para bien: el peso del dolor acumulado podría acabar por resultarnos insoportable.
Hablo en plural, pero la verdad es que no me siento demasiado concernido por la reflexión. Por alguna razón que desconozco –y que no vindico–, estoy muy mal dotado para el olvido de las penas.
Yo ya no sé si quiero o no quiero vengar a Aniano Jiménez, sindicalista cántabro de la HOAC a quien los fascistas arrebataron la vida de un tiro en Montejurra en 1976 y que murió en mis brazos. Sé que no lo he olvidado. Recuerdo como si fuera hoy aquel «¡No aviséis a la Policía, que estoy fichado!», casi tapado por la voz de José Antonio Labordeta, que cantaba a voz en cuello por los altavoces: «Habrá un día en que todos / al levantar la vista / veremos una tierra...».
Pobre Aniano.
Del mismo modo, cada vez que paso por la calle del Padre Larroca, en San Sebastián, junto al bar Iraeta, recuerdo a Jesús Mari Ripalda, el compañero al que la Policía mató en el curso de una manifestación contra el proceso de Burgos, en 1970.
Hubo allí en tiempos una placa conmemorativa. Ya no está.
No me hace falta.
Como no necesito que nadie me recuerde a Miquel Grau cuando camino por la Plaza de los Luceros, en Alacant. Pegaba carteles convocando a la Diada cuando un falangista le estrelló una jardinera en la cabeza y acabó con su vida.
¿Memoria política? No, qué va. Lo mío es amontonar tristezas de toda suerte. También llagas personales. También males de amor.
Creo que mi memoria es hemofílica: no consigue cicatrizar.
Hace sólo una semana que ha muerto mi madre y ya casi todo el mundo me invita al olvido. Me da que les sorprende –y que les preocupa– la tenacidad de mi dolor, vivo como el primer día.
Sé que pasará el tiempo y me haré a la idea. Me acostumbraré también a esa pena, la mayor de mi vida.
Pero no la olvidaré jamás.
En este caso, además, porque no quiero.»
P. D. Mi madre murió el 9 de diciembre de 2001. El texto precedente apareció en mi Diario de un resentido social con fecha 17 de diciembre de 2001.