Vuelvo a toparme con uno de esos tópicos del mundo de la comunicación que me fascinan. Dice la noticia: «El 21% de los españoles cree que la mayoría de los que viajan a países en desarrollo lo hace para tener relaciones sexuales con menores».
Según la radio, el dato está tomado de una encuesta de Unicef.
No me detendré esta vez en el eufemismo ése de «países en desarrollo», ni en discutir si son países en desarrollo, países en regresión o países en qué, si es que son países, a la vista de cómo los han dejado. Lo que me sume en la perplejidad es que haya gente que pregunte a otros por cosas que los interrogados no pueden saber. Y que los otros respondan.
La proporción de gente de por aquí que tiene conocimiento preciso de adónde y para qué viajan los que viajan es, por lógica elemental, ínfima. ¿Cómo van a saberlo? Podrán responder, como mucho: «Pues a mí no me huele muy bien que el vecino del 2º B haya decidido pasarse una semana en Tailandia». Pero poco más.
Quienes opinan sobre ese tipo de cosas lo hacen porque les encanta que alguien les pregunte qué opinan, sobre lo que sea, y se sienten importantes contestando.
En cierta ocasión escribí que, si alguien hiciera un sondeo para determinar quiénes consideran que E es igual a MC al cuadrado, según la pretensión de Albert Einstein, se toparía con que el 45% opina que sí, y que otro tanto considera que no. Sólo el 10%, como mucho, respondería que ni idea, y que por qué diablos les preguntan sobre semejante asunto, del que sólo pueden opinar con criterio fundado unos pocos científicos.
Vivimos en el mundo de la participación ficticia. Cuanto menos pintamos, más nos preguntan. ¿Cree usted que el presidente del Real Madrid debería dimitir? ¿Le gusta a usted el look del monoplaza de Alonso? ¿Es correcto que se juegue un torneo de tenis bajo el calor que soportan ahora en las antípodas? ¿Debería reincorporarse Eto´o a las filas del Barça antes del plazo dictado por los médicos? ¿Y qué le parece el plazo que le han puesto los médicos, con independencia de que ignore si le han puesto algún plazo? ¿Haría bien Zapatero en invitar a Rajoy a un solysombra? ¿Acebes y Aguirre constituirían una pareja de hecho modélica, o sólo correcta, tal vez? ¿Y Gallardón y Zaplana, como darían?
¿Cree usted que llevo dinero suelto en el bolsillo? Y si sí, ¿cuánto piensa que llevo?
Las respuestas a todas esas preguntas son elementales, pero parece que nadie quiere formularlas en voz alta. Se concretan en otras tantas preguntas: ¿Y qué narices importa lo que diga o deje de decir yo al respecto? ¿Y por qué nos preguntan sin parar sobre cosas que, cuando encierran alguna importancia –cosa poco frecuente–, ya están más que decididas por ustedes y no dependen en nada y para nada de nuestra opinión?
Me repugna que nos exploten. Odio que nos opriman. Pero me repatea del todo que, además, nos tomen por perfectos imbéciles.
Quizá porque eso me pone delante de los ojos la triste verdad: que, si no lo somos, nos comportamos como si lo fuéramos.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: ¿Y usted, qué opina?