Santander. Se avecina el amanecer. El Servicio Nacional de Meteorología había anunciado que hoy llovería por aquí, pero –ya sé que los meteorólogos no tienen la culpa– no parece que vaya a pasar nada de eso. La oscuridad es casi total. The darkest hour is just before dawn (*), afirmaba una vieja canción country, y siempre le he dado la razón: es justo antes de la luz del alba cuando la noche parece más negra.
Me doy un amago de baño mientras oigo las noticias de
la radio. Dentro de nada me tocará enfilar la carretera en dirección a Bilbao,
para acompañar a los/las colegas de Más
que palabras de Radio Euskadi en su tertulia dominical. He repasado varias veces el orden del día previsto: la desaceleración del boom inmobiliario, las peticiones de perdón activo y pasivo del Gobierno vasco, lo de Garzón con ANV, los actos del 1º de Mayo... (Un amigo de Guadalajara me escribe contándome que allí la extrema derecha, con Ynestrillas al frente, ha convocado una manifestación en el mismo punto y hora que la anunciada por los sindicatos, y que el delegado del Gobierno ha dicho que no ve que esa coincidencia represente ningún problema. Me temo lo peor: que, efectivamente, no represente ningún problema.)
Acabada la tertulia, haré el camino de regreso. Mejor si sigue sin llover.
He estado oyendo la radio vasca por internet. Ahora me toca Radio Nacional (de España). Entre un homenaje a Rostropovich y otro homenaje a Rostropovich (y viva la reina, doña Sofía de Grecia y Grecia, que son muchas Grecias, de nada) me toca apencar con un anuncio institucional, en el que me avisan de que, si quiero, puedo votar por correo en las próximas elecciones.
Mientras me enjabono, me quedo mirando fijamente la esponja, como si fuera la mismísima calavera de Yorik: «¡Elecciones! ¡Andá! –me digo–. ¿Y cómo puede ser que hasta ahora no hubieras caído en que ese asunto, del que has escrito ya varias veces, te concierne personalmente, o sea, que, aparte de especular con lo que pueden votar los demás, tú también podrías hacerlo, si te diera por ahí?»
De repente, me siento objeto. Objeto del interés de los candidatos.
Pero raro, también como objeto.
Primer punto problemático: soy un ciudadano vasco que no está empadronado en Euskadi, con lo que ya, como diría Otegi, me sitúo «en otro escenario».
«¿Y dónde estoy empadronado?», me pregunto, aún más perplejo. «¿En Madrid, provincia de Madrid, o en Aigües, provincia de Alicante?» Tengo tal lío de papeles... Sé que soy contribuyente alicantino, pero los dos ayuntamientos, el de Madrid y el de Aigües, me asaetan a impuestos, como los romanos a San Sebastián, mi santo patrón municipal. O sea que cualquiera sabe.
Si me tocara votar en Aigües, no tendría ningún
problema, porque ignoro por completo qué candidaturas están disponibles allí y,
aunque lo supiera, daría lo mismo, porque no conozco a sus integrantes, con lo que no sé
si hay alguno mejor que los demás o si son todos por el estilo. Imposible opinar, urnas mediantes. Lo cual es
aplicable a mi hipotética condición de elector madrileño, sólo que a la
inversa: a los candidatos de Madrid sí los conozco, con lo cual tampoco puede decirse que me pirrie la idea de votar.
Si existiera el voto hostil, un voto que restara en
lugar de sumar –el verdadero voto útil–, iría a votar como un solo hombre –que
es lo que soy, por otra parte– contra Esperanza Aguirre, cuya carencia de
encantos me parece la demostración misma de que, en contra de lo que solemos
pretender los relativistas, sí existen los absolutos. Y contra Ruiz Gallardón, del que me creo todo, salvo lo que dice.
Pero no hay nada de eso.
De estar empadronado en Euskadi, sí que tendría claro qué hacer. Pero da igual, y en todo caso no lo diré, para no desmentir que el voto es secreto.
Cuando se avecinan elecciones y alguien me pide que dé alguna recomendación, siempre me vuelvo marxista (rama Groucho) y respondo que jamás pondré interés en influir en alguien que sea tan insulso como para dejarse influir por alguien como yo.
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(*) Recomiendo oír la canción en la versión de Emmylou Harris, incluida en el álbum Roses In The Snow, 1980.