Acudí ayer a la Fiesta del PCE para participar en una mesa redonda. (Por cierto que en esta ocasión la mesa redonda no era rectangular, como suele suceder casi siempre: nos colocaron ante una fila de mesitas de terraza, cosa bastante adecuada, porque estábamos al aire libre, en el espacio de uno de los stands del festejo).
Se trataba de hablar sobre «La República en los medios de comunicación». Los ponentes éramos seis, lo que llevó a que el acto resultara bastante largo.
Las intervenciones fueron interesantes, excepción hecha de la mía, construida con ideas y argumentos que me da que he repetido ya demasiadas veces. Además, como me tocó intervenir en penúltimo lugar, tuve todo el rato la sensación de estar martilleando clavos que ya habían remachado quienes me habían precedido.
Me gustó un argumento que empleó Pascual Serrano, el alma pater de Rebelión. Comentando la reacción del gremio periodístico ante el asunto de la caricatura de El Jueves, llamó la atención sobre los muchos medios que argumentaron que había sido un error secuestrar la publicación porque eso amplificaba los efectos antimonárquicos del chiste. Qué gente más rijosa: hace como que te está echando una mano… y es verdad, te la echa, pero al cuello, postulándose como la más astuta en la verdadera defensa de la Monarquía.
Al oírlo, me vino a la memoria el proceso que tuvimos en Saida (una revista roja que fundé en 1977 y conseguí hundir en cosa de meses) por culpa de un artículo editorial mío titulado «¡Viva la República!», que nuestra siempre atenta autoridad judicial consideró injurioso (*). En la defensa de los encausados –cinco amigos se declararon coautores del escrito–, el político y abogado Pablo Castellano argumentó que el artículo podía justificarse porque se había publicado antes de la aprobación de la Constitución. ¡Casi me da un ataque de apoplejía! ¡Como si la aprobación de la Constitución hubiera atemperado nuestro rechazo de la Monarquía juancarlista! ¡Como si estuviéramos allí pidiendo perdón!
José Manuel Martín Medem amplió muy bien la observación de Pascual Serrano, lamentando que en el caso de El Jueves la profesión periodística –su sector menos insano, supongo que quería decir– no haya reaccionado suscribiendo un documento tipo «Yo también soy El Jueves». Tiene razón. La oportunidad de ese género de respuestas nos la demostraron ayer mismo varios cientos de gerundenses, que se juntaron para quemar fotos de la Cosa Real. ¿Qué hará ahora la Audiencia Nacional? ¿Procesarlos a todos?
La culpa de cómo está nuestra maldita realidad hay que buscarla (también) en el hecho de que la derecha española está siempre movilizada y presta al combate, mientras que la izquierda se muestra pasiva, indolente, desmotivada. Así le va.
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(*) En varias ocasiones he recibido correos de gente que me pedía información sobre aquel artículo. Los daré hoy, aprovechando el tema del Apunte. Precisaré, antes de reproducirlo, que si he conseguido recuperarlo ha sido gracias a un buen amigo del Ateneo Republicano de Valladolid, que conserva el ejemplar correspondiente de Saida y me lo ha fotocopiado. Informo, además, de que los editoriales de la revista aparecían siempre con la firma de Ramón Collar. Era en homenaje a un hermosísimo y emocionante poema de César Vallejo, incluido en su libro de guerra titulado España, aparta de mí este cáliz. Empezaba el poema: «Aquí, / Ramón Collar,/ prosigue tu familia soga a soga, /se sucede, / en tanto que visitas, tú, allá, / a las siete espadas, /en Madrid, / en el frente de Madrid.»
Dicho lo cual, aquí va el texto del artículo que tantos problemas nos trajo, sobre todo por la referencia final a los batracios.
¡VIVA LA REPUBLICA!
–Ramón Collar–
A la hora de plantearse el problema de la forma de Gobierno, parece claro que hay muchas y buena razones de principio para optar por las republicanas, desechando las monárquicas. La República, al colocar la jefatura del Estado también bajo el sufragio popular, muestra una coherencia democrática de la que carece el sistema monárquico.
Desde un punto de vista formal, cabría objetar a las Monarquías occidentales su inutilidad, su parasitismo. Esta objeción vendría precisamente justificada por las declaraciones de tantos liberal-monárquicos que se escudan en la pretendida inhibición en la vida política concreta de los monarcas, al parecer situados por encima de las banderías políticas. En la práctica, sin embargo, la cosa es más grave. Porque, al margen de que las Monarquías puedan ser un caro adorno, son también y sobre todo, un factor de continuismo y de estabilidad para los manejos políticos de la burguesía. Pero nuestra intención no es disertar con vaguedades acerca de las Monarquías y las Repúblicas en general. Nuestra obligación es incidir en el tema desde el ángulo concreto del aquí y ahora. No de las Monarquías, sino de esta Monarquía. A ello va dedicado nuestro dossier quincenal. El lector volverá a comprobar en él que la izquierda no tiene un punto de vista homogéneo al respecto, y podrá interrogarse sobre las razones aducidas por unos y otros.
Hay cosas que, sin embargo, forman parte del dominio de lo objetivo. Es un hecho objetivo que, históricamente, en el Estado español, las formas republicanas de Gobierno se han identificado con el progreso, y las monárquicas con la reacción. Es un hecho igualmente objetivo que la Monarquía fue rechazada en su día por la vía del sufragio universal y que, a lo largo del casi medio siglo posterior, no fue echada de menos, ni poco ni mucho, por los pueblos del Estado español. Es un hecho objetivo también, y cuanto, que esta Monarquía fue engendrada en las entrañas mismas del fascismo, creció en ellas, juroles fidelidad, acató sus desmanes...
Demasiadas cosas en un plato de la balanza. ¿Y en el otro? «Una función de equilibrio», «una labor de puente», «un elemento estabilizador»... Por nuestra parte, damos en creer que, si aquí ha habido equilibrio, puente y estabilización – en la medida en que ha habido–, no se debe a las discutibles virtudes de un personaje, sino a los intereses concretos de la clase dominante y a la relación de fuerzas sociales en presencia. Convengamos igualmente en que las virtudes aducidas son demasiado coyunturales y momentáneas, aún en el supuesto de que fueran reales, como para que hubieran de obligamos a cargar de por vida con toda una cohorte de reyes, reinas, príncipes, princesas, cortesanos y cortesanas en general.
Sobre todo si se tiene en cuenta que aquí –a diferencia de esas fábulas en que las ranas se transforman en reyes– corremos francamente el peligro de que el rey nos salga rana.