El viernes tuve una experiencia cabreante.
La cuento.
Llegamos Charo y yo a Santander tras un larguísimo viaje por carretera desde Madrid, dispuestos a hacer una breve estadía en su casa particular como arranque de un periplo que nos llevará –una vez cumplidas el lunes en Bilbao mis obligaciones y devociones televisivas– hasta Galicia. Allí he de dar un par de charlas, una en Santiago y otra en A Coruña, circunstancia que aprovecharemos para hacer un breve recorrido posterior por A Costa da Morte y aledaños.
Bueno, el caso es que llegamos a Santander y, según nos instalamos en casa de Charo y más que nada para no perder la costumbre, saqué mi parafernalia informática e instalé el ordenador portátil. Procedí a conectarme a Internet y, ¡oh sorpresa!, el precioso aparato –de veras que lo es– me dijo que no tenía acceso a ninguna línea telefónica disponible. Comprobé que en la casa había línea, que el cable de conexión funcionaba, que todos los empalmes estaban en orden... pero como si nada. Mi perplejidad se hizo total porque, sabiendo como sabía que vamos a estar diez días de aquí para allá, antes de salir de Madrid había hecho todas las comprobaciones habidas y por haber, confirmando que el ordenador estaba configurado como dios manda y que funciona a la perfección.
Avanzo que ésa no fue mi experiencia cabreante. De ese género he tenido tantas que no voy a decir que me sean indiferentes, pero sí que las afronto con una paz espiritual que para sí hubiera querido Gandhi en sus mejores días. Ésta me la tome con doble tranquilidad porque comprobé rápidamente que no tenía problema para conectarme a Internet a través del teléfono móvil, lo que siempre podía servirme como solución de emergencia. Una solución más cara y más lenta, pero una solución, a la postre.
Lo peor es lo que vino a continuación.
Como es lógico y de cajón en un caso así, me sumergí en toda suerte de comprobaciones de la configuración del módem y del acceso telefónico, etc. Todo en orden. ¿Tal vez una interferencia de la configuración de la red que tengo instalada en la casa de Madrid, o del proxy virtual que utilizo en Aigües? ¿Quizá el Bluetooth, que se está metiendo por medio? Nada de todo eso.
Me quedé absorto, mirando la pantalla del ordenador con pensamientos más divagantes que los de Hamlet con la calavera. Y, de repente, y sin que yo hubiera hecho nada, ni la más mínima operación nueva, apareció en la pantalla de marras un mensaje que decía: «Conectando con Terra Tarifa Plana 24 horas». Y a continuación otro que añadía: «Comprobando nombre y contraseña». Y finalmente, el último (que es lo que tienen los últimos: siempre aparecen finalmente): «Conectado».
Pronuncié una sonora blasfemia.
–¿Qué te pasa? –me preguntó Charo con ese aire entre distraído y educado con el que se interesa por mis chorradas, más que nada para que no parezca que no se interesa–. ¿Se te ha estropeado todavía más el ordenador?
–¡No! ¡Todo lo contrario! ¡Ha decidido arreglarse por su cuenta! –le respondí.
–¿Y eso es malo? –siguió.
–¡Es horrible! –exclamé–. ¿No te das cuenta de que cuando arreglas algo sin saber cómo lo has hecho no aprendes nada?
–Ah, ya –dijo, y siguió poniendo orden en un armario.
–Para aprender, hay que equivocarse y analizar y descubrir las razones por las que uno se ha equivocado –le comenté.
Según lo dije, me quedé pensando en lo fácil que tenía la contestación:
–¿Así que es eso lo que explica que sepas muchas cosas? ¿No has parado de equivocarte en la vida y eso te ha enseñado mucho?
Pero guardó silencio.
Ella sabe cuándo yo mismo me encargo de ajustarme las cuentas.