Cada vez que denuncio excesos judiciales, algún astuto pone el dedo en mi llaga: lo hago por oscuros intereses políticos. ¿Que Grande Marlaska ordena el arresto de Pablo Muñoz, director de Opinión del grupo Diario de Noticias, y lo mantiene en chirona desde un viernes hasta un martes porque para chulo él, que es todo un juez de cuerpo entero, como muy bien se ha dicho en un semanal de mucho postín, independiente de la mañana?
¡Pues claro! ¿Qué podía esperarse de ese Ortiz? Defiende al tal Muñoz porque son amigos, colegas del mismo sindicato de la cáscara amarga.
Y qué más da que cuatro días después el juez se vea obligado a poner en libertad al detenido, porque lo único que tenía contra él era una acusación hecha de oídas y sin fundamento, como el propio acusador acabó por reconocer.
Hace algunos días puse en cuestión el proceder de otro juez de la Audiencia Nacional, por nombre Gómez Bermúdez, que preside la vista del juicio del 11-M, y ya he leído dos interpretaciones de mi crítica, incompatibles en su valoración pero igual de severas en mi contra. Según la primera, el juez Gómez Bermúdez me molesta porque contraría el criterio editorial de El Mundo, con el que dan por supuesto que coincido. Según la otra, me muestro crítico con el juez porque contrarió a los testigos etarras, con los que dan por supuesto que coincido.
Hoy tengo que mostrarme crítico con el comportamiento de otro juez, que ha fastidiado a una persona con la que me da que, por muchas vueltas que quieran darle, no van a poder encontrarme ninguna complicidad.
No es vasca. No es roja. Ni siquiera canta country.
Hablo de Isabel Pantoja.
Incluso hubo un tiempo en el que me achacaron tenerle manía. Fue cuando murió empitonado su marido de por entonces. Era una época en la que me tocaba inventar una frase presuntamente ingeniosa para ilustrar un rinconcito de la portada del diario en el que trabajaba. Falleció el torero y yo escribí al día siguiente, con humor de dudoso gusto: «Paquirri: ¡qué muerte más espantoja!» Hubo división de opiniones.
Mi visión del personaje no mejoró cuando Víctor Belén y Ana Manuel le produjeron una película en la que la presentaban como «la viuda de España».
O sea, que poco proclive.
Pero, con todo y con eso, me mosqueo igual a día de hoy. ¿Por qué el juez de la operación esa malayo-marbellí, que es casi ya más larga que el sumario 18/98, decidió ordenar la detención nocturna de la tonadillera, en vez de llamarla a declarar a las 10 de la mañana, por ejemplo, sabiendo como sabía que no había el más mínimo riesgo de que se fugara, que su arresto no frustraba la inminente comisión de ningún delito y cuando, además, seguro que ya le andaba rondando la idea de imponerle una fianza que la dejaría de nuevo en la calle al cabo de nada?
¿Qué quería el juez del caso? ¿Montar el número? ¿Salir en los papeles?
¿Tendrá pensando él también vender la exclusiva de su próxima boda?
¿Habrá apalabrado alguna entrevista-verité a todo color con Rosa Montero? (*)
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(*) Un veterano periodista, que estaba haciendo un trabajo sobre columnistas españoles, entrevistó hace unos meses a Rosa Montero y le preguntó su opinión sobre mí. Según me contó, la afamada novelista, recordada tanto por sus aceradas denuncias del caso GAL y la corrupción felipista –ya clásicas en su género– como por su muy reciente entrevista-verité a Grande Marlaska, en la que el juez se confesó gay sin que nadie se lo hubiera pedido, respondió: «¡Ay, Javier Ortiz! Vaya, bueno, no sé… Es como muy batasuno, ¡no?»
(Genial. ¿O debería decir como muy genial?)