A raíz de la suspensión inicial y posterior autorización judicial de los Carnavales de Santa Cruz de Tenerife, muchos medios de comunicación han vuelto la vista hacia un problema que no tiene nada de coyuntural en España: el ruido. También a mí me ha tocado hablar de ello. Pero en tono general, sin dejar traslucir mis sentimientos, que son –también en esto, una vez más– contradictorios.
Cuando me vine de París a Madrid en 1975, una vez muerto Franco, me quedé sorprendido al toparme con una diferencia en los estilos de vida de Francia y España en la que nunca hasta entonces había reparado: constaté que éste era un país tremendamente ruidoso. No ya en comparación con Francia, sino, según he leído recientemente, en comparación con casi cualquier otro país del mundo.
Lo era entonces y lo sigue siendo ahora. De hecho, según los estudios comparativos realizados al efecto, sólo Japón registra un ruido ambiental medio superior al de España.
Convertido, allá por 1975, tras cinco años de alejamiento de la España real, en una especie de medio francés –por horarios, por costumbres, por manera de ir por la vida–, me dejaba estupefacto no sólo el altísimo volumen con el que el personal de por aquí hablaba en todas partes, sino también la falta de pudor con que era capaz de hacerlo.
Mi primer trauma grave lo experimenté pocos días después de mi regreso. Fue en un autobús metropolitano lleno de bote en bote. En medio del caos correspondiente, dos señoras, a algo así como dos metros de distancia la una de la otra, discutían a voces sobre qué tontería habría hecho la Marcelina –hija de una de ellas, según todas las trazas–… que no le bajaba la regla. Me quedé tan perplejo que todavía lo recuerdo.
Me venían entonces a la cabeza mis largos viajes diarios en el metro de París, en el que, incluso a las horas más punta, podías ir tranquilamente estudiando la Fenomenología del espíritu, de Georg Wilhelm Friedrich Hegel –digo, por poner un ejemplo sencillote–, sin que ninguna voz ambiental te hiciera perder la concentración. Las conversaciones de los viajeros fluían con tanta discreción que sólo producían un leve zumbido de fondo. Lo mismo sucedía –y seguirá sucediendo, supongo– en los restaurantes, aunque de eso puedo hablar menos, porque mis ingresos de entonces no me permitían entrar en ese tipo de establecimientos, salvo que algún pudiente me invitara. En cambio, en los restaurantes españoles, a nada que se llenan, se monta a toda velocidad un terrible mecanismo de emulación: los de una mesa se ponen a hablar a grandes voces, con profusión de risotadas; los de la de al lado suben de inmediato el volumen, para poder oírse por encima del ruido de los vecinos; los de la mesa siguiente gritan todavía más que los otros dos, porque, si no, no se enteran… y así hasta que acaba la ronda y vuelve al principio.
Hace algunos meses, un día que salí a hacer recados y se me hizo tarde, me metí a comer en un restaurante, no muy alejado de mi casa, del que me habían hablado bien. Y era cierto que la comida estaba buena, pero el ruido ambiental era tan ensordecedor que en cosa de nada se me puso un dolor de cabeza espantoso. Acabé engullendo de mala manera lo que me quedaba en el plato y largándome a escape, antes de que me diera un pasmo.
En resumen, ¿qué? ¿Bien Francia y mal España? Pues no es tan sencillo como podría parecer. Porque es cierto que allí la vida en la calle y en los espacios públicos es mucho menos apabullante, más discreta y tranquila, y eso se agradece –yo, por lo menos, lo agradezco–, pero es igual de cierto que también resulta menos cálida, más distante, más envarada y, según cómo y según cuando, menos divertida.
Es el problema que tienen muchísimas cosas en esta vida: que los lotes se venden enteros. Con sus pros y sus contras, sus virtudes y sus defectos.
Lo humano es siempre –por naturaleza, me temo– desesperantemente contradictorio.