Sólo el 36,2% de los andaluces con
derecho de voto se decidió ayer a ejercerlo. Si contamos con que, de entre los
que votaron, el 13% lo hizo en contra de la propuesta, o votó en blanco, o nulo, obtenemos un dato
que vale la pena retener: el nuevo Estatuto de Autonomía de Andalucía cuenta
sólo con el apoyo de un ciudadano de cada tres. O algo menos que eso, todavía.
Recordemos los resultados del referéndum sobre el nuevo Estatut catalán. Cuando se supo que la abstención en aquella consulta había alcanzado el 51%, algunos medios de comunicación con sede en Madrid sentenciaron que una tan escasa participación obligaba a poner en entredicho la legitimidad del resultado. Hicieron cuentas, añadiendo a la abstención los votos en contra y en blanco, y acabaron concluyendo que el Estatut había sido aprobado tan sólo por el 36% de los catalanes, lo que consideraron muy insuficiente.
Yo lo vi como un triunfo escuálido y triste, sin duda, pero triunfo al fin y a la postre, en tanto que reunía las condiciones exigidas por la ley. A decir verdad, no me parecería nada mal que la legislación sobre referendos estableciera, como condición necesaria para su validez, que lograran una participación de la mitad más uno de los ciudadanos convocados a las urnas, como mínimo. Pero, como no es así, pues qué se le va a hacer. En todo caso, espero –no; no seré hipócrita: no lo espero en absoluto– que quienes dijeron aquellas cosas tan severas a propósito del referéndum catalán las repitan ahora, sólo que aumentadas en la debida proporción, con respecto al andaluz.
Ya tenemos a todos los analistas de cámara, empezando por el propio presidente de la Junta, Manuel Chaves, explicando que la muy alta abstención de ayer carece de mayor trascendencia, porque tienen clarísimo que la gran mayoría de los andaluces que no acudieron a votar está en realidad a favor del nuevo Estatuto. Según ellos, si toda esa gente no se movilizó para acudir a las urnas fue porque daba por hecha la aprobación de la propuesta.
Es una interpretación. Una de las posibles. Nada, desde luego, que pueda tomarse como una certeza. Ni de lejos.
Según venimos diciendo algunos desde 1977, lo único indiscutible que cabe hacer con los votos –lo mismo que con las abstenciones– es sumarlos. Nadie puede pretender que conoce las razones por las que los ciudadanos acaban decidiendo votar esto, o lo otro, o no votar. ¿Qué explica la elevadísima abstención andaluza de ayer? ¿Falta de motivación suficiente? ¿Indiferencia ante una reforma de la que no se veía la necesidad o, por el contrario, que se reputaba insuficiente? ¿Disgusto en los votantes del PP, más identificados con la primera intención de ese partido, que fue la de pedir que se votara en contra? ¿Pesadumbre de muchos votantes del PSOE y de IU, a los que no entusiasmaban ni los retoques que le hicieron al texto original para favorecer el apoyo del PP ni el propio hecho de acabar votando codo con codo con el PP? Es posible que todas estas razones, acumuladas, y tal vez unas cuantas más, a saber en qué proporción cada una de ellas.
Renuncio a especular, pero no a hacerme preguntas. Me intriga, por ejemplo, que ayer se registrara en Andalucía un 5% menos de votantes que en el referéndum sobre la Constitución Europea. Es curioso –y significativo– que la población andaluza sintiera más afán participativo cuando se le consultó sobre el proyecto constitucional de la UE que cuando ha tenido la oportunidad de juzgar el texto por el que se regirá a partir de ahora muy buena parte de su actividad política, económica, cultural y social.
Los dirigentes políticos andaluces harían bien en reflexionar a fondo y sin concesiones sobre lo que les ha sucedido. Pero no creo que sean capaces. De serlo, lo más probable es que no les hubiera sucedido.