Sostiene el presidente del
Gobierno que, si Batasuna presenta la documentación necesaria para legalizarse
como nuevo partido, no correrá el riesgo de ser ilegalizada ipso facto.
Puede decir lo que tenga a bien, por supuesto, pero ese peligro existe y de manera muy obvia, porque la Ley de Partidos que se aprobó hace cuatro años prevé con claridad meridiana la ilegalización fulminante de los partidos que se creen con el objetivo de reinstalar en la legalidad a otros anteriormente ilegalizados. Y no de otra cosa se trataría en este caso. El propio Zapatero lo admite cuando se refiere a ese hipotético nuevo partido como una creación de Batasuna. Es decir, él mismo lo describe como un disfraz del partido ilegalizado, como un ardid legal. O sea, como un fraude de ley.
Podría ser un mero ardid legal y llevarse a la práctica sin mayores problemas en el caso de que el Gobierno contara con el visto bueno –o con la complicidad, si se quiere– de los órganos de la justicia encargados de examinar la maniobra. Pero no es así, ni mucho menos. Lo cierto es más bien todo lo contrario. Hay en la cumbre máxima de la justicia española jueces de sobra a los que les encanta poner zancadillas al Gobierno de Zapatero. En esta circunstancia lo harían con triple entusiasmo, al tener de su lado tanto la letra como el espíritu de la ley.
El modo técnicamente más sencillo de escapar de esta perspectiva nada halagüeña sería derogar la maldita Ley de Partidos, engendro jurídico oportunista y coyuntural que no encaja ni a martillazos en la realidad política surgida del alto el fuego permanente de ETA y de los nuevos planteamientos de la propia Batasuna. Pero el Gobierno no quiere propiciar esa salida por lo que tendría de reconocimiento explícito del error garrafal que cometió el PSOE cuando pactó ese texto legal con el PP.
¿Entonces? Hay quienes creen saber –lo mismo alguien próximo al presidente del Gobierno les ha hecho esa confidencia– que el plan gubernamental para salir airoso de este embrollo pasa por dos fases. Primera: se insta a Batasuna a que presente la documentación necesaria para legalizar otras siglas y Batasuna lo hace. Segunda: a continuación, Zapatero proclama públicamente que el Gobierno ha logrado sus propósitos y promueve la derogación de la Ley de marras, que ya no podría ser esgrimida por ningún juez pepero para boicotear el proceso.
¿Artificioso? Mucho. ¿Tramposillo? Más. ¿Hipócrita? A tope. Pero podría ser que funcionara.
Ha muerto el director de cine Gilberto («Gillo») Pontecorvo, realizador de películas tan mentadas como Queimada (1969), Operación Ogro (1980) y, más recientemente Otro mundo es posible (2001). Pontecorvo, de todos modos, será siempre celebrado sobre todo por su magnífica, su impresionante La batalla de Argel (1965). Cuando, ya hace años, El Mundo realizó una campaña promocional llamada algo así como Las 100 películas de nuestra vida, que comportaba la venta a muy bajo coste de los vídeos correspondientes, me encargó que escribiera el texto de presentación de La batalla de Argel. Reproduzco a continuación aquel texto, como sentido homenaje al cineasta muerto.***********
La batalla de Argel: Grandeza y miseria de la naturaleza humana
Siempre he considerado que la elección más inteligente que hizo Gillo Pontecorvo cuando se propuso rodar La Batalla de Argel («La Battaglia di Algeri», 1965) fue poner en manos de Franco Solinas la confección del guión. Luego tuvo muchos otros aciertos, pero dudo de que sin ése hubiera logrado una película tan sincera, tan sugestiva y, sobre todo, tan capaz de resistir airosamente el paso del tiempo.
Los años 60 y 70 fueron muy propicios para el rodaje de películas de buenos y malos hechas desde diversas perspectivas de izquierda. Algunas –las menos– tuvieron una calidad muy notable, a pesar de su maniqueísmo. Pero muchas otras, por más que el público les dispensase una excelente acogida en aquel tiempo, se hace difícil contemplarlas en estos momentos sin sentir un vivo distanciamiento ante la tosquedad –ante la obviedad– de sus personajes de una pieza.
Es lo que pasa –lo que a mí, al menos, me pasa– con la mayoría de las películas que hizo por entonces el celebrado Konstantin Costa Gavras: Z (1969), L’Aveu (1970), Section Spéciale (1975)... Casi todo lo que ocurre en ellas resulta aburridamente predecible. E irritante, ahora que sabemos qué destino ha tenido el heroísmo de cartón piedra ideado por el a la sazón guionista favorito de Gavras, Jorge Semprún.
Hay, sin embargo, una película que realizó en esa época el griego afincado en Francia que aún puede verse con mucho interés: État de Siège («Estado de Sitio», 1975). En ella, los buenos son discutiblemente buenos, y el guión no pierde ocasión de subrayarlo. Y los malos son malos, pero no gratuitamente perversos. Ni imbéciles. El conflicto entre los unos y los otros –realzado por la maravillosa banda sonora de Mikis Theodorakis– guarda, al menos, cierto parecido con los conflictos reales.
Lo cual tiene una explicación sencilla: el argumento de Estado de Sitio no lo ideó Semprún, sino Franco Solinas. El mismo que trabó el guión de La batalla de Argel. El mismo con el que Pontecorvo volvió a asociarse en 1969 para realizar Queimada!, una película que (nos) hizo torcer el gesto a los rojos de la época, por la molesta complejidad del personaje que encarnaba Marlon Brando.
La Batalla de Argel, que se disfraza de documental, relata lo que el título anuncia: los orígenes, el desarrollo y el fin del enfrentamiento entre el Frente de Liberación Nacional (FLN) de Argelia y las autoridades coloniales francesas en la ciudad de Argel, entre 1954 y 1957, con un rápido epílogo que conduce hasta la independencia de Argelia, en 1962. Para ello, sigue las huellas de uno de los más destacados activistas de la casbah de Argel, Omar Alí La Pointe (Brahim Haggiag), desde sus años mozos de trilero y macarra hasta su numantina autoinmolación en septiembre de 1957. Es esa paradoja la que centra la película: nos muestra cómo el terrorismo urbano del FLN fue militarmente derrotado a sangre y fuego por el ejército francés pero cómo, pese a ello, la causa independentista argelina acabó imponiéndose.
Las dos horas de película nos van adentrando a un ritmo infernal en los datos de la realidad política y social de la Argel de los 50. En sus dos vertientes: la de la población europea, mayoritaria –había por entonces un millón de franceses en Argelia: se dice pronto–, y la de la minoría árabe de la casbah. No hurta ninguno de los elementos clave del drama, aunque los calibre desigualmente: ni la brutalidad de los dos bandos, ni sus razones y sus sinrazones respectivas, ni su creciente desesperación y fanatización, ni las contradicciones entre la Francia de la metrópoli y la colonial, ni la incongruencia entre los bellos objetivos que proclamaba el FLN y la ciega y sanguinaria contundencia de sus métodos.
Hay momentos memorables a ese respecto. Por ejemplo, cuando el teórico local del FLN, Kader (Yacef Saadi), explica por qué deben empezar por meter en cintura a la propia población árabe descarriada («Hemos de convencerlos o liquidarlos. Tenemos que pensar en nosotros primero»), o cuando el coronel Mathieu (Jean Martin) justifica ante la prensa el uso de la tortura («Les hago una pregunta: ¿Francia debe quedarse en Argelia? Si siguen contestando que sí, deben aceptar todas las consecuencias necesarias»).
La realidad histórica fue aún más compleja. La película apunta, pero no da cuenta cabal del calado que tuvieron en la sociedad argelina los 130 años de colonización francesa. No retrata el peso que siguió teniendo el sentimiento pro-francés en la población autóctona a lo largo del proceso mismo de la lucha anti-colonial: hubo manifestaciones de ciudadanos árabes a favor de una Argelia francesa que en la película no sólo no aparecen, sino que resultan inimaginables. No se refiere tampoco al tardío pero audaz intento de De Gaulle de conceder a Argelia un estatuto similar al que guardan con Inglaterra los países de la Commonwealth. Oculta igualmente las disensiones de la cúpula del FLN, ya notables en el tramo final de la descolonización.
Pontecorvo contó con la plena colaboración de los dirigentes argelinos para rodar La Batalla de Argel, y se nota. Pese a lo cual, sorprende el amplio margen de libertad que le concedieron: no le exigieron figurar como gente de una pieza, ni mucho menos. Aparecen retratados de un modo que no sólo no excluye, sino que –más allá de sus intenciones, sin duda– prefigura en buena medida la evolución que siguieron a partir de entonces, y que ha llevado al país norafricano a la triste realidad que ahora vive.
Pese a todo lo cual, qué
impresionante película. Qué enorme –qué dura, qué amarga, qué veraz– panorámica
sobre la grandeza y la miseria de la naturaleza humana.