Me escribe un estudiante que, tras decirme que nunca antes me había leído, se declara horrorizado por la rotundidad con la que afirmo que la derecha española no quiere el fin de ETA. No se detiene ni a considerar la literalidad de mi afirmación –da por supuesto que él sabe lo que yo quiero decir, aunque lo que haya escrito no sea eso–, ni tampoco a reparar en mi observación sobre la equivalencia de otras posiciones que no provienen de la derecha española. Se apresura a escandalizarse por la rapidez con la que emito mis condenas, que le parecen disparatadas.
Leyendo su misiva, que tiene todo el aspecto de ser perfectamente bienintencionada (¿por qué no iba a serlo?), me han venido a la memoria dos historias, una tirando a elegante (es china) y otra brutilla (es local).
Os las cuento porque tienen su interés, al margen de cualquier polémica.
La china me la relató mi buen amigo el dibujante Joaquín R. Gran.
Lo hizo con mimo, porque le concernía.
Contaba la historia de un emperador chino que llamó un buen día al mejor de los muchos dibujantes de su corte –ya se sabe del gusto chino por las caligrafías y los dibujos rápidos con pincel– y le pidió que le hiciera el retrato de un pájaro. (*)
El dibujante asumió el encargo y se retiró.
Pasaron los meses. El emperador, que no olvidaba su petición, mandó recado al concernido. «¿No tenemos nada?», le preguntaron sus enviados. «Decidle a mi señor que estoy en ello», respondió el artista.
Lo mismo sucedió a los dos años. Idéntica pregunta, la misma respuesta.
Cuatro años después, el emperador, ya decididamente molesto, optó por ir en persona a ver al dibujante. «Mi buen artista, ¿seguimos sin dibujo?», le inquirió, con gesto severo.
El dibujante, con aire ensoñador, masculló: «Ah, sí, sí... El pájaro... Un momento». Y tomó entre los largos dedos de su mano derecha un pincel de delicadas cerdas, lo hundió en el tintero y zas, zas, zas, marcó media docena de decididos trazos sobre un pergamino.
Aquellas pocas enérgicas rayas, por momentos delgadas, de pronto más gruesas, se engarzaban entre sí dando vida a un pájaro maravilloso, lleno de fuerza y de energía, que parecía estar a punto de tomar vuelo desde el cuidado papel del esteta.
«¡Qué portento! ¡Qué manos tienes, hombre genial!», exclamó el emperador, extasiado.
Pero, al cabo de un instante, volvió su mirada, de nuevo adusta, en dirección al dibujante. «¿Y para dar media docena de brochazos has necesitado cuatro años?», le reprochó con enfado.
«Sed tan amable y bondadoso de acompañarme a mi estudio, señor», respondió el artista. Y condujo al emperador hasta el enorme salón de techo acristalado que utilizaba como lugar de trabajo. Por todas partes –paredes, suelos, ventanas, escaleras–, se veían dibujos de pájaros, en todos los colores, en todas las posiciones posibles. Cientos y más cientos de dibujos de pájaros.
Volviose entonces el artista hacia el emperador y le dijo con voz de acento cuitado: «Señor: para que pudiera dar los seis golpes de pincel correctos, éste tu devoto servidor ha necesitado dibujar durante cuatro años muchísimos miles de trazos torpes, inconvenientes, errados».
Y aquí acaba el cuento que me relató el dibujante Joaquín R.Gran... una buena tarde en la que, siendo su redactor-jefe, le pregunté cuándo narices iba a entregar una ilustración que le había encargado.
La otra historia, que posiblemente también conozcáis, describe lo que le sucedió a un menda al que no le arrancaba el coche. Nada: venga a darle a la llave, runrrún, el motor de arranque girando y que si quieres arroz, Catalina. De pronto, el tipo se da cuenta de que está aparcado justo frente a un taller de reparación. Se baja y le pregunta al encargado si puede mirar lo que le pasa a su vehículo. El hombre se acerca, le pide que levante el capó y que accione el arranque. El mecánico oye aquello, lo ojea, vuelve al taller, regresa con un destornillador, se sumerge bajo el capó y, al cabo de un minuto, le dice al del coche: «¡Vuelva a intentarlo!».
Y el otro vuelve a intentarlo, y el coche arranca.
«¡Fantástico! ¡Muchísimas gracias! ¿Qué le debo?», dice el automovilista.
«Cincuenta euros», le responde el del taller.
El de la avería lo mira con cara de escándalo: «¿Cincuenta euros por apretar un tornillo?».
«No, señor», le contesta el otro, sonriendo. «No le cobro por apretar el tornillo, sino por saber qué tornillo era el que había que apretar».
Son dos historias con moraleja.
Excuso decir que la moraleja a la que trato de apuntarme no pretende convencer a nadie de que yo soy muy bueno dibujando pájaros que parecen volar. Tampoco quiero que se me atribuya la capacidad de descubrir a la primera qué tornillos tienen flojos los demás, aunque en eso esté un poco más puesto.
Me conformo con que piense que, si hago una afirmación política rotunda y fugaz, que apenas ocupa línea y media, lo mismo no es una ocurrencia del todo frívola. Que a lo mejor se sustenta en alguna labor previa de reflexión y de análisis. Y hasta de conocimiento del terreno.
¿Vale?
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(*) Después he leído otras versiones del cuento en las que lo dibujado tenía que ser un cangrejo. Da igual.