Ha empezado a destaparse la olla podrida del ciclismo profesional y enseguida ha habido quien ha ironizado evocando el lema de los Juegos Olímpicos («Citius, altius, fortius»), como si lo que se está descubriendo estuviera en sus antípodas.
Admito que, cuando algunos ciclistas realizan hazañas casi inhumanas y no paran de elevar el listón de su rendimiento año tras año, resulta inevitable preguntarse si no habrán puesto los medios necesarios para superar incesantemente sus limitaciones físicas. Pero el dopaje, pretendan lo que pretendan los tópicos, no contraviene el genuino espíritu olímpico. Cuentan los historiadores que ya los atletas que participaban en los Juegos de la Grecia antigua consumían pócimas que les ayudaban –o que ellos creían que les ayudaban– a multiplicar sus fuerzas. Sólo que nadie les hacía análisis, no sólo porque no había medios para ello, sino porque además no estaba mal visto que cada cual tomara lo que le pareciera oportuno.
El problema del ciclismo actual no es que a los ciclistas les dé por competir entre sí alocadamente, sin seso ni medida. Los ciclistas de elite son profesionales que responden a las exigencias de lo que es, de hecho, un negocio. Un negocio integrado en el sector del entretenimiento que, para que resulte rentable, debe ofrecer un espectáculo capaz de competir con los muchos otros espectáculos deportivos que congregan millones y millones de telespectadores. Si no hay espectacularidad de la buena, la cuota de pantalla baja, las cadenas de televisión se desinteresan, los patrocinadores quitan ceros a los cheques –o los retiran, sin más– y el tinglado entra en crisis.
El negocio, en general, requiere que los ciclistas, todos, corran mucho y durante muchísimos kilómetros. Pero el negocio de cada país, en particular, precisa que entre los ciclistas más destacados de las carreras principales (y sobre todo del Tour de Francia) haya héroes locales. Porque la pasión nacionalista dispara el seguimiento televisivo y, de su mano, los ingresos por publicidad, etcétera. De ahí que la competencia llegue incluso al perfeccionamiento de las técnicas de dopaje, para hacerlas a la vez más eficaces y más indetectables.
Sin tener en cuenta las demandas económicas del conjunto del entramado, es imposible entender lo que está saliendo a la luz.
No pierdo de vista, por supuesto, que en el registro de los laboratorios de oxigenación y lavado de sangre –da grima hasta escribirlo– se han encontrado bolsas de sangre que, según han filtrado los investigadores policiales, pertenecen a deportistas de otras especialidades. Puede que sea así. En todo caso, lo que afirman los especialistas en medicina deportiva es que ese género de dopaje está específicamente concebido para una práctica como la de las competiciones ciclistas por etapas, que exige a sus participantes un esfuerzo brutal mantenido durante muchas horas y durante muchos días seguidos.
¿Quién tiene la culpa de lo sucedido? ¿El médico? Sí, claro, pero el médico no habría montado un negocio como ése si no existiera la demanda correspondiente. ¿Los clientes del médico? También, pero ninguno de ellos se habría arriesgado a meterse en un lío semejante si no estuviera sometido a una presión de mil pares para ofrecer más espectáculo. ¿Las televisiones que reproducen el espectáculo? Sin duda, pero nadie las señale con el dedo: dirán que el gran público quiere emociones fuertes y que, si el ciclismo no las aporta, no se puede permitir el lujo de perder tiempo y dinero con él.
Y así todo.
Digamos que es un desastre coral.