José Luis Rodríguez Zapatero manifestó ayer su alegría por «la nueva noticia» del embarazo de la princesa Letizia. (Es la monda. ¿Sabrá este hombre de noticias que no sean nuevas? Siendo «nueva» sinónimo de «noticia», lo mismo podría haber dicho que se alegra de «la nueva nueva».)
Pero es que, además, no me lo creo. Porque la
preñez de esta otra representante de los Ortiz plantea al presidente del
Gobierno un problema tirando a peliagudo. Tiene que ver cómo encara el asunto de la sucesión.
Ahí hay dos escuelas, por así decirlo. Los hay que consideran que, en cuanto nazca la nueva criatura, habrá de serle asignado un rango en la línea de sucesión, rango que no podrá verse alterado por leyes aprobadas con posterioridad. Otros sostienen, por el contrario, que lo que se determine ahora es secundario, y que sólo habrá que tomar una decisión al respecto cuando el actual Príncipe de Asturias se convierta en Rey. Entonces y sólo entonces –dicen– habrá que nombrar sucesor, lo cual se hará en conformidad con las leyes que rijan en ese momento. «No hay ninguna prisa», dicen éstos, dando por hecho que Juan Carlos de Borbón no puede sufrir un accidente o irse al otro barrio en cosa de nada por cualquier tipo de mal fulminante.
Es muy posible que se imponga la opinión de estos últimos, de acuerdo con el muy celtibérico principio de que, cuando la causa es importante, corresponde a la ley la obligación de adaptarse a la razón de Estado, y no al revés. Pero pongamos que no fuera así. Imaginemos que llega mayo (como tarde) y nace lo que está en curso, y que resulta varón. Y que se aplica un criterio acorde con el que figura en la semi sálica Constitución de 1978 (título II, art. 57). En ese caso, la aparición del vástago despojará de derechos sucesorios a la infanta Leonor, primogénita de los Príncipes de Asturias, cosa que los interesados –no es mi caso, desde luego– ya han dicho por activa y por pasiva que no quisieran que sucediera.
El problema es que, si quieren cortar de raíz con ese peligro, tendrían que montar un pollo de aquí te espero. La preferencia del hombre sobre la mujer en la línea de sucesión está incrustada en la parte especialmente blindada de la Constitución. Para suprimir esa discriminación es obligado aplicar el procedimiento reforzado de reforma de la Constitución (artículo 168), que determina que dos tercios del Congreso y del Senado deben apoyar la iniciativa, tras de lo cual hay que proceder a la disolución de las Cámaras y a la convocatoria de elecciones. Una vez celebradas, se requiere una segunda aprobación de la reforma por idéntica mayoría de las nuevas cámaras. Finalmente, todo ello debe ser ratificado por la ciudadanía mediante referéndum.
Lo de menos, con ser bastante, es que tan largo y engorroso trámite exija el acuerdo del PSOE y el PP, porque sin él no habría mayoría de dos tercios. Lo de más es que, si se quiere dejar zanjada la cuestión antes del nacimiento del hipotético hijo varón de Felipe de Borbón, no habría más remedio que realizar elecciones generales en el plazo de pocos meses, cosa muy poco conveniente. Téngase en cuenta que, si los nueve meses de gestación se cumplen en mayo de 2007, y si se cuenta con la posibilidad de que la criatura precipite su irrupción en el ruedo ibérico –que sea sietemesina, mismamente–, sería obligado celebrar las elecciones allá por febrero, para no pillarse los dedos.
En fin, que la cosa está liada.
Ya se sabe que los mentideros de Madrid se caracterizan por responder al pelo a su nombre: corren las mentiras por ellos como Pedro por su casa. La noticia del embarazo de Letizia Ortiz también tiene su correspondiente capítulo de chismes adjuntos. Uno de ellos me lo ha contado por teléfono mi buen amigo Gervasio Guzmán hace un rato:
–¿Sabes? Es que parece que se han dado prisa en tener otro hijo porque resulta que la infanta Leonor es sordomuda. Ya, ya sé que es la primera vez que oyes hablar de eso. Es un asunto que han venido tratando como secreto de Estado. Antes de hacerlo público querían anunciar el próximo nacimiento de otro descendiente, por el aquel de quitar dramatismo a la situación.
Me deja perplejo.
–Gervasio, ¿de qué hablas? Para empezar, y aunque en este caso sea lo de menos, conviene que sepas que es incorrecto hablar de personas «sordomudas». Salvo casos muy excepcionales, los sordos no son mudos. En segundo lugar, estás dando por hecho que una persona sorda está legalmente incapacitada para ocupar la Jefatura del Estado. Ya sé que hay antecedentes, pero me cuesta creer que hoy en día se mantenga una restricción de ese estilo. Yo, por lo menos, no recuerdo ninguna ley que apunte por ahí. Y ya ves que te estoy haciendo gracia de la mayor, aunque tampoco ésa la doy por buena. Si lo de la sordera de la infanta Leonor fuera cierto, algo habría trascendido. Y tampoco los veo ocultándolo, como si fuera un crimen, o un estigma.
Gervasio lleva fatal mi tendencia a poner en cuarentena las muchas cosas que él dice que sabe «de muy buena tinta».
–Pero ¿no te has fijado que esa niña no responde a ningún estímulo acústico? ¡Eso no es ningún invento! Pero nada, tú. Ya lo verás. ¡Al tiempo! –me ha dicho, y ha colgado.
No; la verdad es que no me había fijado en eso, ni en nada que tenga que ver con esa niña.
Pero es cierto que la «nueva noticia» no llega en el mejor momento. Ya estaba todo suficientemente embarullado sin necesidad de esta fuente de conflictos dinásticos. Éramos pocos...