Los Estados Unidos de América son una unión federal de repúblicas que presentan realidades, tradiciones y hasta legislaciones muy distintas. A veces incluso contradictorias. La Administración federal, cuyos ámbitos de actuación están muy acotados, debe realizar un trabajo de unificación elemental del conjunto de la Unión –en la legislación, en la economía, en los asuntos sociales– cuya dificultad es obvia. Aparte de eso, no hace falta insistir en la importancia del papel que los EUA cubren a escala internacional ni en la diversidad de intereses que su Gobierno está obligado a atender.
Quiere esto decir que no carece de sentido, ni mucho menos, que al menos una vez al año el presidente de los Estados Unidos exponga ante los representantes electos del pueblo un informe general sobre el estado de la Unión, y que lo debata con ellos.
Lo de España es francamente diferente. Aquí las cuestiones de política general se discuten todas las semanas en el Congreso de los Diputados, y a diario en los medios de comunicación. Así las cosas, cuando llega uno de estos llamados debates sobre el estado de la Nación, como el que se inició ayer, todo el mundo sabe lo que va a decir todo el mundo. Todo el mundo sabe qué balance de su propia gestión va a hacer el presidente de Gobierno de turno –aunque nunca es realmente un balance, porque los balances se componen de un activo y un pasivo, y en estos casos sólo hay activo– y todo el mundo sabe lo que van a responder los demás. Como mucho, y más que nada por el qué dirán, el jefe del Ejecutivo se saca de la chistera media docena de anuncios y promesas, para no dar demasiado la sensación de estar comportándose como el presidente de un Banco ante la junta anual de accionistas.
El resultado es, por lo común, soporífero. Doblemente cuando, como fue ayer el caso, el presidente del Gobierno y su principal y casi único oponente han pactado dejar fuera del debate el asunto más problemático de la actualidad política.
Los debates españoles sobre el estado de la Nación se los inventó Felipe González con la finalidad principal de demostrar año tras año al público espectador su capacidad para merendarse al Fraga o al Hernández Mancha de turno, cosa que habría repetido sin mayor problema también con Aznar de no haberle proporcionado él mismo, gracias a la corrupción y al crimen de Estado, la munición necesaria para que su oponente lograra invertir las tornas.
Puestos a sacar alguna conclusión de lo visto y oído ayer en la Carrera de San Jerónimo, quizá lo más relevante sea la tan llamativa como lastimosa falta de punch político de Mariano Rajoy, al que se le ve cada vez más incómodo en su papel. Pero esto también lo sabíamos antes de iniciarse el debate.
Basta para hacerse cargo de la irrelevancia de la sesión parlamentaria de ayer con constatar que unas solas manifestaciones de un solo político realizadas a más de 300 kilómetros del Congreso de los Diputados –las del secretario general de los socialistas vascos, Patxi López, declarando a Radio Euskadi que Batasuna es un interlocutor necesario y que va a reunirse con sus representantes para ver cómo desbloquear la situación e iniciar cuanto antes «un diálogo multipartito»– van a dar más que hablar que todo lo dicho en el plúmbeo debate en cuestión.
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