Esta mañana he comunicado a la dirección de El Mundo que abandono mi labor como columnista de ese periódico. Lo he hecho mediante una carta al director, Pedro J. Ramírez. Pensé en telefonearle para darle cuenta de mi decisión, pero luego reparé en el hecho de que ya hace unos cuantos años que él no se ha puesto en contacto directo conmigo para justificar ni una sola de las decisiones que ha tomado a mis expensas –algunas de ellas muy importantes para mi situación laboral–, lo cual indica que, con el paso del tiempo y por las razones que sea, ha considerado que prefería relacionarse conmigo de manera oblicua. Me he avenido a sus preferencias y yo también he optado por utilizar una vía indirecta.
Muchos de mis amigos y amigas no entienden que tomar esta decisión me haya costado Dios y ayuda. No se dan cuenta de la tupida red de lazos afectivos que uno puede establecer con un periódico para el que ha escrito durante 18 años. La línea editorial importa, pero no lo es todo, ni mucho menos. Cuentan también, y mucho, las relaciones afectivas. Me refiero al afecto que me une a muchas personas que siguen en ese diario y a las que quiero.
Ahora que ya no voy a trabajar para él, tampoco me cuesta nada admitir que guardo un reconocimiento muy especial al propio Pedro J. Ramírez, con independencia de que en los últimos años hayamos tenido unas relaciones tirando a enrevesadas.
Cuando se interesó por mí, allá por 1989, yo era un periodista ignoto, que escribía para publicaciones muy minoritarias, unas por su temática, otras por su ideología. Me respaldó, me defendió y me promocionó. En sólo un mes, antes incluso de que el periódico saliera a los quioscos, me pasó de jefe de sección a redactor-jefe. Me permitió encargarme del nacimiento de El Mundo del País Vasco, junto con el bueno de David Barbero. Un año después me llamó a Madrid, ya como subdirector, jefe de Opinión, responsable del Consejo Editorial y columnista, tareas de las que me ocupé simultáneamente durante casi una década. Tuvimos nuestras agarradas, algunas muy sonadas y visibles, pero siempre me mostró respeto y aprecio. Y luego, cuando decidí dejar el cargo e irme a mi casa a la vista de nuestras insalvables divergencias políticas, tragó, aunque a regañadientes y con su proverbial racanería, y me mantuvo como columnista. Todo lo cual, visto en conjunto, debo agradecérselo y se lo agradezco sinceramente.
Voy a iniciar ahora otra etapa de mi vida, ésta como columnista de Público, el diario que pronto estará en los quioscos.
Me interesa la nueva experiencia en varios sentidos.
En primer lugar, voy a escribir para un periódico que, a diferencia de El Mundo, no me soporta, sino que me jalea. Un periódico que anuncia que va a defender –y espero que lo haga– una línea de izquierdas.
En segundo lugar, voy a tener una columna diaria, 365 días al año, salvo bisiestos. Quienes seguís desde hace tiempo estos Apuntes sabéis que no me asusta escribir a diario, pero hay en este propósito mío de ahora un punto suplementario de desafío, porque no es lo mismo escribir en familia, al modo de los Apuntes, que hacerlo de cara a muchos lectores que están por conocerme.
En tercer lugar, me estimula y me divierte participar en el nacimiento de un nuevo diario. Tengo tantas incógnitas como el que más, pero no puedo evitar acordarme de la máxima de Tácito que marcó el nacimiento de El Mundo. Decía: «No hay atractivo en lo seguro. En el riesgo hay esperanza». Una reflexión que yo solía completar recordando unos versos que Jacques Brel cantó sobre la tumba de su amigo Jojo: «Tú y yo sabemos que el mundo se adormece por falta de imprudencia».
A la vejez, viruelas.
¿Qué va a suponer este cambio de cara a la página web en la que tú, amigo lector, amiga lectora, te encuentras ahora? Pues la verdad es que no lo sé. He pactado con la dirección de Público que podré reproducir aquí las columnas que publique en el nuevo diario. Es posible que la mayor parte de los días todo sea uno y lo mismo, aunque a lo mejor hay días en los que me apetece escribir dos piezas, una de cara al Público y otra pro domo mea.
Prefiero atenerme al viejo lema que Napoleón aplicaba a las batallas: «On s’engage et puis on voit». O sea: uno se mete en la pelea; luego mira y decide cómo se las arregla (dicho sea en traducción libre).
Es a lo que yo me dispongo en este punto y hora. Ya veremos.
En todo caso, mis más sinceras gracias a todos y todas por seguirme en mis peregrinajes.