Fue una escena extraña.
Ayer, en Bilbao. Justo después de comer. Me senté a leer un rato, haciendo tiempo para ir a la televisión, a la tertulia en la que participo. Empecé por quedarme perplejo mirando el enorme cartelón de propaganda electoral que cubre toda la gran fachada de Sabin Etxea, la sede central del PNV. El anuncio se compone de varias viñetas, unidas por el símbolo de "seguir" propio de las pantallas de informática, casi todas de significado muy transparente (unas porque son los retratos de los candidatos, otras porque aluden a asuntos municipales clave). Pero en el centro de todas hay una que no supe interpretar. Se ve un anuncio breve de un periódico color salmón que dice: «Se necesita profesor de inglés». Y abajo: «Vota PNV».
Dándole vueltas al mensaje del anuncio y tratando de encajar las piezas del rompecabezas, me fui a tomar un café en un bar cercano que, amén de ser espacioso y tranquilo (primer punto), tiene camareras que saben en qué consiste un café italiano (un ristretto) y lo preparan bien. Reanudé la lectura de mi novela que, puedo asegurarlo, no es la más amable y divertida que haya leído en mi vida. Estaba en un punto en el que un ex alcohólico (o sea, un alcohólico), un tipo desastroso, vuelve a las andadas después de que hayan encontrado el cadáver de su mujer desaparecida algo así como tres décadas atrás, se emborracha y recibe una paliza de un matón de bar, que le saca media dentadura de una patada en la cara. Todo muy agradable.
Según estoy enfrascado en la lectura, veo –noto, casi, por el rabillo del ojo– que ha entrado una joven y se ha sentado en un taburete de la barra, cerca de mí. Ha pedido un café con leche y se ha puesto a llorar a moco tendido. Así, como el Jef de Brel. Trata de secarse las lágrimas y los mocos con servilletitas de papel. Busco en mi portafolios un paquete de pañuelos de celulosa y, discretamente, haciendo como que no, se lo paso. Se vuelve y me dice, con un hipo: «Gracias». Yo también vuelvo la cara y la miro. Me quedo horrorizado, aunque intento no demostrarlo. No parece tener más de 25 años, pero es una ruina. Ojerosa, desdentada. Su problema es obvio: caballo.
La chica me mira de nuevo y dice con una sonrisa de pena: «¡Andá, eres tú!».
«Claro. Quién, si no», respondo, devolviéndole la sonrisa.
«No; quiero decir que te he reconocido», contesta.
Le saludo, le doy una palmadita en la espalda y me marcho.
No sé por qué razón, me fui dándole vueltas a la frase. «¡Que me ha reconocido! ¿Cómo va a saber quién soy yo, si no sabe quién es ella?»
Mala línea de pensamiento, si uno quiere animarse.
Quién se conoce realmente, etcétera.