Les había oído que querían resolver el asunto sin dilación alguna, pero no creí que fueran a dejarlo tan pronto visto para sentencia. Escribí el apunte de ayer a primera hora de la mañana, envié la columna para El Mundo en el arranque de la tarde, poco antes de dejar Aigües para viajar en coche a Madrid, y cuando llegué a nuestro destino capitalino ya me vi obligado a sentarme ante el ordenador para comentar el nacimiento del nuevo tripartito catalán, para que los lectores del periódico no creyeran esta mañana que estoy todavía más en Babia de lo que estoy.
Una decantación tan fulminante de las opciones de las fuerzas políticas sólo puede explicarse por lo mal que lo ha hecho CiU, en general, y Artur Mas, en particular (*). Ha fiado todo su futuro, desde la formación del anterior tripartito, en la descalificación (e incluso en la ridiculización) de los tres socios del Gobierno de Maragall, táctica que ha llevado a los peores extremos durante la pasada campaña electoral. Supongo que daba por hecho que iba a obtener mayoría suficiente para gobernar en solitario porque, si no, no se entiende que tratara tan mal a ERC. ¿O tal vez se engañaba en relación a Montilla? Sería también de una torpeza imperdonable, porque no era difícil suponer que el nuevo candidato socialista tenía, en la práctica, sólo dos opciones: o ser president o quedarse en la oposición. Ir de número dos a la sombra de Convergència habría sido suscribir su propia sentencia de muerte política.
Conozco a Artur Mas nada más que de un encuentro que tuvo con un puñado de periodistas poco después de su elección, y ya comenté en su día que no me gustó –me pareció un producto de laboratorio, dicho sea por resumir, así sea muy groseramente–, pero doy por hecho que ni él ni quienes lo arropan son tontos. Supongo que él esperaba que las charlas que mantuvo con Rodríguez Zapatero durante la tramitación del Estatut tuvieran más amplias consecuencias. Pero el presidente del Gobierno español tampoco cuenta con un gran margen de maniobra. Juega a demasiadas bandas. Fuera lo que fuera lo que prometió a Mas entonces, o lo que le hizo entender que le estaba prometiendo, ahora ha entendido que no estaba en condiciones de imponer nada en Cataluña, en el supuesto de que le apeteciera, y ha dejado hacer.
Que vaya a haber nuevo Gobierno tripartito no quiere decir para nada que el asunto esté resuelto. Me da la sensación, por lo que leo y me cuentan, de que José Montilla, Josep Lluís Carod Rovira y Joan Saura han alcanzado un acuerdo de funcionamiento relativamente sólido, para no verse en las patéticas dificultades con las que tropezaron en su anterior experiencia, pero eso no quiere decir que hayan neutralizado las contradicciones internas del PSC, ni que estén resueltas las contradicciones entre el PSC y el PSOE, ni que el mar de fondo de ERC se haya apaciguado para siempre, ni que CiU se vaya a quedar quieta de pies y manos mirando el juego desde la banda. Como escribí precipitadamente anoche en mi columna de El Mundo, la formación del nuevo tripartito catalán (¡con Carod como portavoz!) va a propiciar un ambientazo político muy subido de tono. Aquí, en Madrid, donde me encuentro hoy de paso, no me cuesta nada oír el rechinar de las muelas en las que derechistas y centralistas de toda suerte afilan enfurecidos sus dagas para lanzarse al combate.
Se avecinan tiempos de tormenta.
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(*) El nombre catalán Artur se pronuncia tal cual se escribe, con el acento en la «u» final. No es Arthur, al modo inglés. Podéis creerme que se lo explicado a no menos de doscientos periodistas de las radios y las televisiones que emiten desde Madrid. Pues como si oyeran llover. Vuelven a decir en el siguiente boletín «Ártur» Mas, que queda como mucho más chic. Y a correr.