A veces soy muy lento de reacciones. Y luego, cuando reacciono, no siempre tengo claro que haya reaccionado del modo más adecuado.
Bueno, no me voy a meter en filosofías tirando a melancólicas. Yo os cuento la historieta y, si alguien quiere sacar alguna conclusión de ella, que la saque, y ya está.
Esto fue el sábado 30 de junio, en Santander. De vuelta de una excursión a Reinosa, pueblo natal de Charo, mi mujer, y tras dejarla con su madre para que charlaran tranquilamente, traté de meter el coche en el parking situado en los bajos de la plaza del Ayuntamiento, que está a 200 metros del superviviente piso «de soltera» de mi cónyuge.
No pude acceder al aparcamiento. Había un cordón policial que bloqueaba los accesos.
Aparqué algo más allá y telefoneé a Charo. «Oye, cuando bajes y pases junto al Ayuntamiento, mira a ver qué pasa, porque había un montón de policías a los que he visto muy nerviosos».
Le dije, literalmente (ella lo recordará): «Se comportaban como si hubiera un aviso de bomba».
Para que os hagáis una idea: el piso de Charo en Santander está en el mismo centro de la ciudad, a un tiro de piedra del Ayuntamiento y a otro tanto de la estación de autobuses.
Como probablemente sabréis, el pasado martes un presunto miembro de ETA fue detenido junto a la estación de autobuses de Santander. El ministro del Interior sostiene que estaba preparando un atentado. Según él, el plan de ETA era hacer estallar un coche-bomba en un aparcamiento situado junto a un edificio oficial.
No parece descabellado imaginar que el ministro estuviera hablando del aparcamiento al que me he referido arriba (que, por cierto, tiene en su superficie una estatua ecuestre de Franco).
¿Qué trato de decir? Nada. ¿Hay que sacar alguna conclusión del hecho de que un puñado de días antes de la detención del presunto activista de ETA la Policía acordonara ese parking y lo mantuviera bajo estricta vigilancia durante un cierto tiempo? No hay por qué. Las coincidencias existen. Yo creo en el azar.
Pero dentro de un orden.
Lo que he contado del aparcamiento de Santander puede muy bien ser una mera casualidad. Me cuesta más admitir, en cambio, que sea también pura casualidad que, desde hace mes y medio, cada vez que ETA mueve un dedo con intenciones atentatorias, ¡zas!, la Policía –la de aquí, la de allá, o todas ellas a coro– detenga a sus activistas.
«Fueron sorprendidos en un control rutinario», dicen. Por favor, no nos vengan con pamplinas. No hay tantos controles rutinarios. A decir verdad, apenas hay controles rutinarios. Yo, que no paro de hacer kilómetros por zonas altamente sensibles, ni sé cuantos años hace que no me encuentro con ninguno.
La observación de lo que está sucediendo me ha llevado a elaborar una hipótesis que, cuantos más días pasan, más verosímil me resulta. Insisto en que es una hipótesis totalmente especulativa: carezco de fuentes de información en medios policiales.
Me ha dado por pensar que los responsables de la lucha contra ETA se acordaron en la primavera de 2006, cuando la organización armada declaró su «tregua permanente», de la experiencia acumulada en el pasado inmediato. ETA aprovechó su anterior tregua –la de Lizarra– para reorganizarse, tapar algunas vías de agua, rearmarse, mejorar su infraestructura, etc. De hecho, acabó presumiendo de ello en un comunicado que resultó particularmente penoso, por torpe. Caracterizó con ello lo que otro igual de bocazas, Jaime Mayor Oreja, había llamado meses antes «una tregua-trampa».
Mi actual suposición es que, desde marzo de 2006, los aparatos policiales encargados de la lucha contra ETA han estado en lo que cabría calificar, de modo un tanto paródico, una «tregua-trampa». O sea, que se dijeron: «Vale, “tregua permanente” y todo lo que quieras, pero si tú vas a tratar de sacar partido de la situación para volver a reorganizarte, yo voy a aprovecharla para saber cómo lo haces y acentuar mi conocimiento de tu estructura, tus contactos, tus reservas, tus medios… Y, como vuelvas a las andadas, te vas a enterar.»
Yo creo que se está enterando.
Pero no sabe qué hacer con los datos que la realidad le está proporcionando a bofetadas.
El martes pasado, rumiando como estaba estas cosas, dije en un programa de la televisión vasca que me da que ETA vuelve a tener serios problemas de infiltración policial. Puede que me mostrara un tanto simplista. Creo ahora que lo que le está sucediendo es bastante más complejo. ETA está asediada por dentro y por fuera. Y en muchísimos planos. Incluyendo los más materiales.
Si sus jefes fueran algo menos cazurros –no hablo de ética, ni de amor al propio pueblo: sólo de elemental capacidad de raciocinio–, se darían cuenta de que, cuanto más tarden en negociar los términos de su derrota, más humillante y afrentosa acabará resultando.
No lo siento por ellos. Sí por muchos exiliados y presos que han tenido tiempo de reflexionar sobre el pasado, pero que no están dispuestos a hincar la rodilla ante el Estado español. Que quisieran una salida digna. Cosa que entiendo.
Hablo también con el pensamiento puesto en muchos familiares de exiliados y de presos, que quisieran llevárselos a casa, sin demasiadas ganas de oír, por lo menos en los próximos años, la maldita pregunta: «¿Qué es lo que hicimos mal?»