Juan Guerra, a quien cupo el dudoso honor de inaugurar la lista de los escándalos por corrupción del periodo gubernamental felipista, explicó en cierta ocasión la campaña de prensa de la que se sentía víctima diciendo: «Es que esa gente no soporta que los pobres vayamos en Mercedes».
El multimillonario Francisco Hernando Contreras, más conocido como «Paco el Pocero», maneja ahora argumentos similares para responder a los ataques que se le dirigen. También él cree que está mal mirado porque no es más que «un pobre obrero» que ha llegado arriba gracias a su abnegado sudor. ¡Ah, los señoritos, que no soportan que la chusma ascienda al Olimpo!
Tanto el olvidado Juan Guerra como el muy presente Hernando hablan de sus antiguas estrecheces económicas como si fueran rasgos perennes: para ellos, el obrero nace; no se hace. Y, una vez nacido obrero, ya lo es hasta la muerte. Como quien es mindoniense, o hijo de Julián y Petronila.
La gente con dos dedos de frente (o más) se mofa de estas patas de banco: «Ay, Paco, pocerito mío, que si eres dueño del yate más grande de España y cuentas con tu propio jet, lo mismo es que ya no formas parte del proletariado!». Con toda la razón, la guasa.
Témome, sin embargo, que muchos de los que se ríen del uso demagógico que los Guerra y Hernando hacen de sus viejas desdichas no aplican la misma lógica a los tantos y tantos personajes del estilo que pululan por el mundo.
A los actuales gobernantes israelíes, por ejemplo.
Los defensores a ultranza de Israel se amparan sistemáticamente en los sufrimientos que padecieron los judíos europeos de hace más de seis décadas para silenciar las críticas dirigidas contra su comportamiento brutal de ahora mismo. Como si la categoría de víctima se transmitiera de padres a hijos y otorgara patente de corso a sus beneficiarios.
Lo tengo –lo tenemos– más que visto: todo aquel que denuncia la política expansionista del Estado de Israel se ve inmediatamente tratado de antisemita y puesto en la lista de los sospechosos de hitlerianismo tardío. Empezaré por mi caso: considero que la actuación israelí con respecto a la población palestina tiene mucho de genocida. «¡Eso es muy discutible!», me responderá más de uno. Pues justamente: no; no es discutible. Está prohibido discutirlo.
En los últimos tiempos, hasta los códigos penales de algunos estados incluyen artículos que sancionan con cárcel la expresión de opiniones que atentan contra los fundamentos del victimismo israelí. Por lo que yo tengo visto, oído y leído, el Holocausto es un hecho histórico que no ofrece la más mínima sombra de duda. Pero que no me la ofrezca a mí no excluye que pueda ofrecérsela a otros. Y no veo por qué haya que prohibirles que nos detallen sus razones y argumentos.
Se acaba de celebrar en Irán un Congreso dedicado a hablar de estos asuntos. He leído que se han presentado en él ponencias destinadas a desacreditar determinados aspectos del relato oficial del Holocausto. He tratado de enterarme del contenido de esas ponencias. Lamentablemente, todo el espacio que los grandes medios de comunicación occidentales han reservado al Congreso lo han dedicado a ponerlo a caldo. Sabemos que ha estado muy mal porque nos han dicho que ha estado muy mal, pero no hemos tenido la oportunidad de concluir por nosotros mismos que ha estado muy mal, porque han tenido el buen gusto de ocultarnos sus muy presuntos despropósitos. Por nuestro propio bien, sin duda. Todas las censuras tienen ese noble objetivo: proteger la pureza de la plebe, evitando que sus sentidos perciban la obra del Maligno.
Del otro lado, como piezas de museo, quedamos los que seguimos pensando que la verdad no corre ningún peligro cuando se contrasta con la mentira. Que, al contrario, se fortalece y se depura en ese conflictivo contacto.