Hoy termina el Campeonato Mundial organizado en Alemania por la FIFA. No tengo ni idea de qué selección quedará campeona, si la francesa o la italiana, y en buena medida me da lo mismo, aunque supongo que, visto el asunto con pretensiones sociales, debería desear la derrota de los representantes del fútbol profesional italiano, porque eso contribuiría a la lucha contra la corrupción que lo corroe, según han puesto de manifiesto las investigaciones judiciales.
De todos modos, la experiencia me demuestra que, en ésta como en algunas materias más, mi cerebro no siempre camina en la misma dirección que mis vísceras. Ahora mismo es cierto que no tengo ninguna preferencia, pero cabe perfectamente que esta noche a las 21:30 esté deseando que ganen éstos o los otros. Puede depender de aspectos circunstanciales del juego que hagan: me disgustan los equipos que se quedan a la defensiva a la espera de que los fallos del oponente les permitan montar contraataques peligrosos, llevo fatal a los jugadores divos que fingen lesiones o las exageran y siento auténtica aversión –eso ya directamente, sin matices– por quienes reparten coces y codazos con la insufrible excusa de que el fútbol es «un juego de hombres». Por esta última razón cambié de colores sobre la marcha en el partido Alemania-Italia. Empecé a verlo predispuesto contra Italia, cuya selección tantas veces me ha puesto de los nervios con su juego defensivo y marrullero, e incluso violento, pero ese día los italianos jugaron un fútbol alegre y echado para adelante, mientras los alemanes, con Ballack a la cabeza, sabiéndose arropados por la hinchada, se pusieron a repartir patadas de campeonato (de campeonato de patadas, no de fútbol).
A veces me dejo arrastrar también por consideraciones político-ideológicas que tal vez no deberían hacer al caso, pero que se me imponen por su cuenta. Por ejemplo: en esta edición del Mundial de la FIFA, la selección portuguesa se me ha quedado mal colocada en el ranking de las preferencias –y cuidado que Portugal me cae bien– por culpa, sobre todo, de su entrenador Felipao Scolari, que es un facha de tomo y lomo: adora la disciplina militar, elogia a Pinochet, obliga a los jugadores de su equipo a soportar su devoción por las vírgenes (ahora, como está en Portugal, los ha puesto bajo la devoción de la de Fátima) y les impone rezar antes del comienzo de los partidos, dice que los defensas deben ser «malas personas» –o sea, leñeros– y añade, para remate, que jamás se avendrá a ser entrenador de un futbolista homosexual. Lo admito: con tal de que un tipo así no salga victorioso –y menos todavía si le acompaña Figo, al que le tengo un paquete de aúpa, por simulador de faltas y por plañidero profesional–, me conformo casi con lo que sea.
Sé que algunas de mis preferencias futbolísticas sentimentales no resistirían un debate medianamente riguroso. ¿Qué sentido tiene que, si juega alguna selección centroamericana, o africana, o asiática, y se enfrenta a la de Inglaterra, Alemania o cualquier «gran potencia», me ponga instintivamente del lado de los primeros, como si representaran a «los débiles» contra «los poderosos»? Es una opción visceral bastante tonta. Estoy seguro de que los seleccionados de Arabia Saudí, o de Japón, o de Corea, se identifican con los explotados y oprimidos de sus pueblos –y no digamos ya con las explotadas y oprimidas– tanto como nada y que ganan en una semana, los «pobres y débiles», más que yo en todo un año. Pero mis vísceras, que son muy suyas, imponen sus leyes de excepción.
Puedo seguir el rastro de mis inclinaciones balompédicas, en plan psicoanalítico, hasta desenterrar algunos traumas de mi más tierna infancia. Veo la huella de esos viejos rencores, muy especialmente, en mi fobia hacia el Real Madrid, rayana en el fanatismo. Con tal de que pierda ese club, me importa un bledo contra quién sea y en qué circunstancia. Sé que eso se debe a que de niño quisieron imponerme la pleitesía al tinglado de Santiago Bernabéu, cuya obra me presentaban como demostración de la superioridad de «lo español» sobre «lo vasco» y, más concretamente, de lo procedente de Madrid sobre todo lo demás. Consiguieron, obviamente, el efecto contrario.
Consciente de mis propias entretelas –parte de las cuales tengo diagnosticadas; otras sin localizar, porque también en la cosa de la introspección lo poco agrada, pero lo mucho enfada–, me hago cada vez más tolerante ante los gustos ajenos, muchos de los cuales me resultan incomprensibles, y hasta absurdos.
Aunque hay ideas a las que me resulta imposible adaptarme. Así a la confesión de un comentarista deportivo, ex futbolista él, que dijo que prefería que el campeonato se lo llevara Portugal y no Francia, «porque los portugueses son nuestros vecinos». Supongo que él, cuando atraviesa la frontera norte del Estado, se planta directamente en Alemania.
Y es que una cosa es ser subjetivo, y otra ser bobo.