El ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, Jesús Caldera, considera que la «moderación salarial» ha acabado por convertirse en «una seña de identidad» del sistema español de relaciones laborales. Lo cual le parece de perlas, porque contribuye a que no se disparen los precios. Y es verdad: quien tiene menos gasta menos, y si la demanda es débil, la oferta se ve inclinada a comportarse con más prudencia. Pero ésta, como muchas otras verdades, es relativa. Y no tiene nada de inocente.
Entendería mejor la posición de Caldera si la expresara un ministro de Hacienda de ésos que viven con la obsesión de la inflación. La veo bastante más problemática en boca de alguien que se supone que tiene el encargo de velar en el Gobierno por los intereses del trabajo y los asuntos sociales.
Tendría más sentido si, en virtud de la festejada «moderación salarial», el IPC español se comportara igual de moderadamente. Pero no. Los últimos datos proporcionados por la Administración ponen de manifiesto que la economía española es de las más inflacionistas de la Unión Europea. Por culpa de lo cual, la renuncia de los trabajadores a ganar más o su aceptación de incrementos salariales mínimos viene acarreando año tras año, en la práctica, un estancamiento o incluso un retroceso del nivel de vida medio de los asalariados.
La posición del Gobierno está más que definida: pone toda la carne en el asador para conseguir que no se pierda esa «seña de identidad» –objetivo permanente que le lleva a agasajar sin parar a los dirigentes de los dos sindicatos institucionalizados–, pero no hace nada concreto y práctico para lograr que los empresarios renuncien a incrementar sus beneficios por la vía de las constantes subidas de precios. A ellos se conforma con pedirles que sean buenos y se retengan, sin más. No le hacen ni caso, y a correr.
Una política económica que pretende embridar la inflación sin más freno efectivo que la contención salarial es una política abiertamente antisocial.
Es de chiste que Jesús Caldera se muestre tan alborozado porque España gana a casi todos los otros Estados europeos en materia de contención salarial. En este caso, como en tantos otros, saldríamos mucho mejor librados si funcionáramos como nuestros vecinos de por ahí arriba, que perciben incrementos salariales más sustanciales y –¿por milagro, tal vez?– soportan una inflación bastante más discreta.
Esto hay que ponerlo en relación con el hecho de que buena parte de las familias españolas se ha endeudado –y sigue endeudándose– por encima de sus posibilidades. Atraída por toda suerte de estímulos, que a veces son meramente coyunturales (por ejemplo, los tipos de interés variables) y otras directamente capciosos (v. gr., los créditos del tipo «pague poco hoy y deje lo principal para mañana»), mucha gente se compromete a gastar más de lo que ingresa. Eso puede acabar en muchos casos como el rosario de la aurora. O, para ser más exacto, con las entidades financieras convertidas en propietarias de miles y miles de pisos expropiados a sus dueños por impago de las hipotecas.
Es como si buena parte de los de arriba –Gobierno, patronal, banca– hubieran urdido una gran conspiración para preparar la ruina de los de abajo. Pero no hay conspiración. Se limitan a actuar como les pide el cuerpo.