Se están publicando últimamente bastantes encuestas y estadísticas interesantes, propicias para el comentario. Puede ser que los responsables de su confección hayan elegido estas fechas para darlas a conocer buscando que su trabajo logre más notoriedad, sabedores de que en verano los medios informativos no tienen demasiado material local del que nutrirse. Como ya no se estila hablar del monstruo del Lago Ness y otras serpientes de verano, la emprenden con esta cosa del «qué curiosos que somos», que da mucho juego y hasta parece seria.
El pasado miércoles hablamos en la tertulia mañanera de Radio Euskadi sobre un trabajo sociológico recién aparecido que presenta un retrato de la realidad de la inmigración en la Comunidad Autónoma Vasca y también sobre las opiniones y sentimientos de la población autóctona en relación a ese fenómeno. El estudio constata que las tres provincias han recibido bastante menos inmigración que otras zonas de la península, cosa que los autores del trabajo atribuyen al escaso peso que tiene la agricultura intensiva, que es la que genera una mayor oferta de empleo. Este aspecto del asunto me pareció muy relevante, porque viene a demostrar que lo que realmente produce el tan traído y llevado efecto llamada no es, como pretende el tópico, «la riqueza de la que los europeos hacemos ostentación», etcétera, etcétera, sino, muy específicamente, la oferta de trabajo. Los inmigrantes acuden a las zonas donde encuentran empleo, así sea en condiciones ilegales y esté pésimamente pagado, y acuden en muy inferior medida a los lugares donde les es más difícil hacerse un hueco laboral, por ricos y estupendos que sean.
Pero no es este punto –al que ya volveré en otra ocasión, porque es muy jugoso– el que me ha animado hoy a escribir, sino la constatación que obtuve en la conversación con el responsable principal del sondeo en cuestión de que los análisis de ese tipo pueden no reflejar en absoluto la realidad social tal como es en la práctica. Le pregunté en qué medida muchas personas no se creen en la obligación, cuando son interrogadas sobre su manera de pensar y de sentir, de contestar lo que saben que deberían pensar y sentir para merecer una elevada consideración social, aunque no sea eso lo que realmente piensan y sienten. En Euskadi, por ejemplo, donde la xenofobia está especialmente mal vista, no tiene que ser fácil exhibir abiertamente ante el encuestador una actitud hostil a la inmigración. No queda estético. El responsable del estudio me dio la razón, pero me dijo que ese problema se veía contrarrestado por otro: muchos ciudadanos tienden a dar importancia a los hechos que los medios de comunicación afirman que tienen importancia, con independencia de que a ellos les afecten poco o casi nada. Eso queda particularmente de relieve –también en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas– cuando se pregunta por separado a las personas encuestadas qué valoración hacen de la importancia colectiva e individual de determinados problemas. Durante años ha sido típico toparse con que la gran mayoría de los españoles consideraba el terrorismo como un problema colectivo de importancia indiscutiblemente prioritaria, pero que lo pasaba a un segundo plano a la hora de jerarquizar sus preocupaciones personales. Resultaba obligado preguntarse cómo podía ser que la gran mayoría lo viviera en su vida cotidiana como un problema de peso, pero no principal, y sin embargo lo catalogara como prioritario para el conjunto. La respuesta había que buscarla –y hay que seguir haciéndolo– en la poderosa influencia que ejercen los medios en la formación de la falsa conciencia de las masas (de su ideología, que decían los althusserianos).
Por resumir: que esos sondeos dan resultados que, en muchos casos, no está nada de más cogerlos con pinzas. Incluso cuando, como en el caso de esta encuesta sobre la inmigración en Euskadi, el resultado es halagüeño. Hay mucha tolerancia de boquilla.