Varios lectores me reclaman insistentemente que escriba algo sobre la pelea que tienen montada Sogecable y Mediapro a cuento de las retransmisiones futbolísticas.
Lo primero que debo decir es que se trata de un conflicto jurídico en el que no puedo entrar, porque desconozco sus intríngulis. Es un asunto con muchos recovecos legales y, a decir verdad, tampoco me apasiona la idea de profundizar en ellos.
Lo segundo es una obviedad: como aficionado al fútbol, prefiero que se emitan los partidos gratis. No soy masoquista.
Lo tercero tampoco es demasiado ingenioso: prefiero que haya competencia, porque puede redundar en beneficio del consumidor. (Puede: no es obligatorio, como podemos comprobar a diario en las gasolineras.)
Supongo, de todos modos, que no habrá mucha gente a la que le pase desapercibido que en esta historia se está hablando de retransmisiones futbolísticas, pero sólo en parte.
Audiovisual Sport, Sogecable... Todo eso tiene nombres mucho más concretos: Prisa, la Ser, El País y Polanco, el reverenciadísimo difunto.
Por la otra banda, Mediapro se llama también de otros modos: La Sexta... y el diario que está en ciernes y que El País, diga lo que diga Cebrián de cara a la galería, teme como a la peste, porque puede llevarse parte de su público y dejarlo convertido en el número dos.
Hay de por medio una cuestión de soberbia (recuérdese cuando Polanco dijo, en el inicio de las televisiones privadas: «En este país no hay huevos para negarme a mí una televisión»), pero hay, todavía más, un asunto de cartera. Si a El País le sale un rival que recorta sus ventas y le hace bajar enteros en su liderazgo en los quioscos, y si a Sogecable se le achica el grifo del fútbol de pago, todo su macrotinglado empresarial puede empezar a pasar apuros. Volvemos al viejo y tópico «¡La economía, estúpidos, la economía!», del que tanto partido sacó Clinton en su enfrentamiento con Bush padre.
De todos modos, no me preguntéis en qué va a quedar todo esto. No tengo ni idea. No es que sepa lo mismo que vosotros. Es que, aislado felizmente desde hace casi un mes en mi apartado predio del Mediterráneo alicantino, sé mucho menos que nada.
Hoy me toca regresar al mundanal ruido. Ya me enteraré. Y lo que sepa os lo contaré, como siempre.
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Y ya que hablo del regreso.
Acabo de salir al jardín, aquí en mi casa mediterránea, que dejaré dentro de unas horas cargado de bártulos camino de Madrid. He pasado unos minutos tratando de captar el ruido ambiental. He oído a un perro ladrar en la lejanía. Nada más. Cuando el perro se ha callado, el silencio se ha vuelto tan perfecto que hasta parecía oírse.
Mañana, a estas mismas horas –si consigo regresar sin incidentes, se entiende–, tendré que cerrar las ventanas para que no me aturda el ruido: coches, autobuses, autorradios a todo volumen… Habré de poner música para tapar la bronca exterior. Es posible que incluso me vea obligado a escuchar la música con auriculares para conseguir concentrarme en lo que esté escribiendo.
El contraste es demasiado brutal. Del mar a la meseta. Del monte a la gran ciudad. Del silencio al ruido. De la paz a la guerra.
Dicho así, parece que abomino lo que me espera. Y en parte es cierto, pero en parte no. Porque vivir en un remanso como éste, en el que me exilio siempre que puedo, incita a acomodarse, a tomarse la vida como si fuera fácil y agradable.
No estoy de acuerdo con la clásica afirmación de Karl Marx según la cual «el ser social determina la conciencia». No la determina. Pero sí la condiciona. Y la predispone. Para captar –y para sentir– cómo es este conflictivo mundo en el que habitamos, resulta obligado coexistir con los conflictos. Aunque sea sólo con algunos. Aunque sea sólo en parte.
¿Que todo esto
no es más que un modo de consolarme? Bueno, con tal de que me consuele…