Oí hace algunos días una interesante entrevista que le hicieron a al cantautor vasco Benito Lertxundi en Radio Euskadi. Le preguntaron, entre otras muchas cosas, por el proceso de paz. Como quiera que iba oyendo la radio con auriculares mientras paseaba por las calles de Bilbao y no llevaba recado de escribir, no pude tomar nota exacta de su respuesta, pero creo no traicionar su pensamiento si digo que contestó que él no cree que haya ningún proceso de paz en marcha, porque lo que el Estado español ofrece no es paz, sino sumisión; que los estados saben de opresión, no de auténtica paz. Que la auténtica paz es la que se establece sobre la justicia, y que no es eso lo que quiere negociar el Estado español.
Me sería imposible no simpatizar con la mala uva y el espíritu crítico del comentario. De hecho, quienes siguen el rastro diario de estos Apuntes saben bien que no soporto los sermones sobre la necesidad de acabar con la violencia «venga de donde venga», casi siempre obra de personajes que lo que defienden, en realidad, es que el Estado tenga el monopolio de la violencia.
Sin embargo, no comparto la afirmación de que nuestro tan mentado «proceso» no busca la paz, conclusión basada en el convencimiento de que lo que puede resultar de él no sería, ni siquiera en el mejor de los casos, una auténtica paz. Y no lo acepto porque, de atenernos a ese criterio, deberíamos concluir que nunca ha habido paz en el mundo, porque ninguna de las paces que han existido a lo largo de la Historia ha sido una «auténtica paz», es decir, una paz plenamente justa.
Decía Carl von Clausewitz, invirtiendo los términos de su propia y más célebre definición, que la política no es sino la continuación de la guerra por otros medios. Ya en la Grecia antigua hubo quien llegó a la conclusión, aún más ceniza, de que la paz no es sino el periodo que media entre dos guerras. Por lo general, dado que los conflictos forman parte consustancial de las sociedades humanas, lo que se ha entendido históricamente por paz es el resultado o bien de la imposición de un oponente sobre el otro (u otros) o bien de una determinada relación de fuerzas que hace desaconsejable la iniciación o la continuación de un conflicto armado.
La razón básica por la que no suscribo la afirmación de Benito Lertxundi es que mi consideración de la paz se basa en el estudio y la evaluación de la práctica humana, no en una construcción ideal. No siento ninguna fascinación especial por los estados de paz concretos de los que da cuenta la experiencia humana. Sucede que los estados de guerra, por lo general, me desagradan todavía más. En la mayoría de las situaciones, considero preferible que los conflictos se diriman –con toda la fuerza y la energía que sea necesaria– en el terreno de la política. La de la Euskadi de hoy es una de esas situaciones en las que creo que es mejor que los conflictos continúen su curso –sí: que continúen– por la vía de la política.