Reconozco –sería inútil negarlo, supongo– que Fernando Grande-Marlaska me fascina. Es, en cierto modo, como Garzón, pero tiene otro encanto. Garzón canta más. Se le nota demasiado lo mucho que le gusta lucirse. Y lo oportunista: cuantos le hemos seguido el rastro –a veces de demasiado cerca– sabemos que es capaz de defender cada cosa y su contrario, según más le convenga. Marlaska no para de actuar, pero se mantiene en la sombra. Se traicionó concediendo una entrevista a El País en la que accedió a exhibir determinados aspectos de su vida privada. ¿Sintió tal vez la necesidad compulsiva de hacer ver al gran público que, con independencia de lo reaccionario y brutal que pueda mostrarse en el ejercicio de sus funciones, tiene también su lado progre, «humano»? Es posible.
Escribí ayer sobre sus dos últimas iniciativas singulares. Ya son las penúltimas. Y es que no para. Ayer mismo, por muy sábado que fuera, se le ocurrió llamar a declarar a Gorka Agirre en calidad de imputado y a Xabier Arzalluz como testigo. Pretende probar que Agirre ha tenido relación con la trama de cobro del impuesto revolucionario.
Siempre he dicho que, entre los muchos problemas que plantea la existencia de la Audiencia Nacional, uno, y no pequeño, viene dado por el hecho de que sus jueces se ven obligados a decidir sobre asuntos de los que no tienen ni pajolera idea. Lo del elefante en la cacharrería es filfa, comparado con las que suelen armar gracias a la aplicación práctica de su ignorancia. Grande-Marlaska pasó por Euskadi, pero como si no. Quizá adquiriera un elevado conocimiento sobre la correcta cocción de las alubias de Tolosa y el punto correcto de acidez del txakoli, pero de los intríngulis de la política vasca se quedó tan in albis como estaba el día en el que vino al mundo.
No me ofende que no haya tenido el detalle de leer las memorias de Arzalluz, de cuya concreción práctica fui culpable –en ese caso me tocaría estar enfadado con casi toda la población española–, pero eso no quita para que, de haberlo hecho, hubiera podido ahorrarse las meteduras de pata que está a punto de añadir a su ya largo palmarés de especialista en la materia. Se habría enterado de que Gorka Agirre, que nació en Bélgica –toda la familia del lehendakari José Antonio Aguirre hubo de emprender el camino del exilio–, se instaló pronto en Iparralde, donde montó una imprenta que hacía trabajos para afuera y, ya de paso, imprimía la propaganda clandestina del PNV. Durante su larga estancia en eso que muchos vascos solemos llamar «el otro lado» y que otros prefieren denominar «País Vasco francés», Gorka Agirre mantuvo un trato amplio e intenso con varias generaciones de refugiados de ETA, incluyendo a sus sucesivos jefes, lo que le ha permitido establecer con posterioridad contactos diversos, de finalidades muy diferentes: para que el PNV supiera a qué atenerse en relación a tales o cuales propuestas de ETA, para facilitar el contacto con ETA de familiares de secuestrados, para hacer llegar a la organización terrorista los planteamientos del PNV en cuestiones cruciales de las que el partido de Arzalluz no quería hablar en público... No tiene nada de especial que tanto el PNV, de un lado, como la propia ETA, del suyo, hayan pensado en él como cauce de comunicación. Si ETA quería que el PNV supiera que su determinación de no recurrir en lo sucesivo al impuesto revolucionario es firme, lo lógico era hacer llegar el mensaje a Gorka Agirre. Y si Marlaska cree que eso implica «colaboración con banda armada», es que no tiene ni idea de lo que dice. O, por expresarme con más claridad: lo cree, y con ello demuestra que no tiene ni idea de lo que se trae entre manos.
Siempre se ha dicho que es preferible un perverso a un tonto, porque el perverso de vez en cuando descansa, en tanto que el tonto lo es a jornada completa. No me atrevería a definir a Fernando Grande-Marlaska, pero de lo que no tengo la menor duda es de que no descansa.