Según empezó anoche la segunda parte de la final de la Copa del Mundo de la FIFA y vi que la selección de Francia estaba jugando bastante mejor que la italiana, me sentí profundamente abatido. «La han hecho buena», le comenté a mi buen amigo Gervasio Guzmán, que estaba viendo el partido conmigo. Gervasio ha hecho parada y fonda en mi casa de Aigües, a orillas del Mediterráneo, antes de emprender un largo viaje hacia el África austral. «¿Qué dices?», me preguntó, tratando de chillar un poco más que el locutor de la Cuatro, que estaba empeñado en convencernos de que el encuentro estaba creciendo y en acabar con todos los verbos reflexivos de la lengua castellana por el original sistema de convertirlos en transitivos. «¡Que la han hecho buena los franceses!», le respondí, berreando yo también. «¿Por qué? Pero si están haciéndolo francamente bien», objetó. «¡Pues por eso lo digo! ¡Han conseguido que me ponga de su lado, y eso les hundirá sin remisión!», le expliqué.
Gervasio me miró con cara de coña: «¿Te has vuelo supersticioso, o qué? ¿Resulta ahora que te consideras gafe?», se mofó. Hube de aclararle que lo mío no tiene nada que ver con supersticiones ni sinos personales; que es un convencimiento que nace de la mera observación de los hechos. Tengo comprobado que si un contendiente, sea del tipo que sea y participe en la pugna que sea, recibe el regalo envenenado de mis simpatías, va derechito a la derrota.
Como quiera que un fenómeno tan unívoco y persistente no puede ser resultado del mero azar, deduzco que la explicación ha de estar en que, por alguna suerte de habilidad innata e inconsciente, percibo quienes tienen todas las papeletas para convertirse en perdedores, lo que despierta mis sentimientos de solidaridad y me mueve a ponerme de su lado.
«Zidane está jugando muy bien. Está teniendo una despedida gloriosa», comentó Gervasio poco después. «Hum... Entonces lo más probable es que dentro de nada meta gol en su propia portería», apostillé. No acerté en la magnitud del desastre, que fue superior al que preví: incurrió en una agresión inconcebible en un jugador de su experiencia y fue expulsado.
De todos modos, cuando más clara quedó mi extraña –y molesta– capacidad para detectar a los perdedores por la vía de fijarme en quiénes despiertan mis simpatías espontáneas fue a la hora de los penaltis. «El siguiente lo va a tirar Trezeguet», le dije a Gervasio. «Es un gran futbolista, pero el pobre no ha tenido ocasión de demostrarlo en este Mundial. Ha sobrellevado su marginación con gran dignidad. Si está jugando hoy es sólo por las lesiones y el agotamiento de los otros candidatos al puesto. La verdad es que me cae francamente bien. Así que seguro que falla». Y falló.
Toda ley tiene su excepción. Hubo un caso en el que simpaticé con un candidato –no porque me pareciera perfecto, sino por mera comparación con su rival– y mi circunstancial preferido venció. Me refiero a las elecciones vascas en las que Mayor Oreja se presentó candidato para desbancar a Ibarretxe. Aquel día supe –¡qué extraña sensación!– cómo se sienten los que ganan.
Se lo comenté a Gervasio y se me rió en las barbas: «Hombre, ¡así cualquiera! ¡Ésa estaba cantada!». No me tomé el trabajo de contarle la cantidad de veces que he visto perder a gente cuya victoria «estaba cantada». Con muchos de los cuales, huelga decirlo, simpatizaba. La de Nicaragua fue de antología.
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Advertencia.– La columna que hoy me publica El Mundo («Que juzguen las urnas») ni ha aparecido ni aparecerá como Apunte del Natural.