Ya vuelve el fútbol a espuertas. No faltará quien se apunte al tópico del «parece que fue ayer», pero marrará: no parece que fue ayer; fue ayer. No ha parado de haber partidos de fútbol y retransmisiones por televisión durante todo el verano, entre giras, partidos amistosos y trofeos de todo tipo. Lo que vuelven a arrancar ahora son las competiciones oficiales.
Y retornan con todos sus ingredientes, bastantes de ellos risibles, de puro recurrentes.
El partido que jugaron ayer el Betis y el Real Madrid reunió muchos de esos ingredientes. Para empezar, el de un Madrid «totalmente renovado» que volvió a perder. No fui capaz de ver el encuentro entero, pero sí lo suficiente como para enterarme de que, al menos según los comentaristas de la Cuatro, al conjunto que ahora dirige Capello le habían regalado un penalti y concedido un gol perpetrado en fuera de juego.
Ya he escrito otras veces que no creo que los árbitros estén vendidos al equipo oficial del Estado español; que lo que les pasa es que sienten un respeto reverencial por ese club y por sus galácticas majestades, respeto que en parte es comprensible porque cuanto les sucede al uno y a las otras llena durante días y días las páginas de la prensa deportiva y de las emisiones especializadas de la radio y la televisión, y se supone que los árbitros (y sus madres) no son rematadamente masoquistas.
De todos modos, lo que más me interesó de ese partido jugado ayer sucedió antes de que empezara. Oí a un grupo de aficionados del Betis que le increpaban a Joaquín –jugador cuyo parecido físico con Jerry Lewis no para de acentuarse, dicho sea de paso– al que acusaban de «pesetero» porque quiere irse a jugar en el Valencia CF, que está dispuesto a pagarle más. Me vino al recuerdo de inmediato algo del mismo estilo que le oí a Amedeo Carboni, caballero italiano que ahora manda mucho en el Valencia, que reprochó a uno de los jugadores del club –al argentino Ayala– «no sentir los colores» y pensar «sólo en el dinero» porque quiere aceptar la oferta de otro club.
Éste es un punto de la cosa futbolera que me fascina particularmente. Los unos y los otros hacen como si sus equipos representaran algo muy espiritual, por lo general vinculado a la ciudad o zona geográfica en la que se asientan, pero, a la vez, se comportan como máquinas no sujetas a otro criterio que el de la eficiencia económica. ¿Por qué diablos Roberto Fabián Ayala, argentino, habría de «sentir los colores» del Valencia CF poco menos que como si ese equipo fuera su patria? Él es tan sólo un profesional que trabaja para una empresa. ¿Alguien considera que es canallesco que un trabajador deje Iberdrola para irse a currar a Endesa, o al revés, según lo que la una o la otra le ofrezcan?
Obsérvese que nadie se indigna cuando un club se desprende de un jugador porque considera que ya no rinde lo necesario, y lo vende –porque en el fútbol todavía está vigente la práctica esclavista de vender a las personas– o lo manda al paro. ¿El club no tiene por qué sacrificarse por los jugadores, pero los jugadores sí por el club?
Es una materia en la que no funciona la reciprocidad para nada. En mi pueblo, que es Donostia, hay gente que monta en cólera porque un jugador guipuzcoano se va al Athelitc de Bilbao, sencillamente porque esa empresa (¡que es una empresa!) le ofrece mejores condiciones, pero en cambio recibe con aplausos a un menda bosnio, turco o bieolorruso que acepta jugar con la Real Sociedad.
He mencionado antes el caso de Amedeo Carboni, que acusa a Ayala de no «sentir los colores» del Valencia. Por lo que tengo entendido, Carboni es natural de Arezzo, en Italia. ¿Debo suponer que llegó hasta Valencia porque sentía mucho «los colores» de su pueblo?
Un futbolista es un trabajador que tiene una carrera profesional muy corta. El propio Carboni, tenido por abuelo de la profesión, ha dejado de dar patadas sobre el césped para dedicarse a la burocracia con unos 40 años, creo. Eso significa que los futbolistas, la inmensa mayoría de los cuales no forman parte de la élite que gana una millonada de ésas que marean, deben arreglárselas para acumular en pocos años el dinero suficiente para montar luego un negociete que les permita subsistir dignamente desde los 35 años, más o menos, hasta que se mueran. «Los colores» que están más obligados a sentir son los suyos y los de su familia.
Estamos ante un enorme tinglado que hace negocio, un inmenso negocio, con las pulsiones tribales de los aficionados, pero que, rollos aparte, no tiene más corazón que su caja registradora.