En el curso de la XVI Cumbre Iberoamericana, celebrada recientemente en Montevideo, el presidente boliviano planteó una pregunta que se quedó sin respuesta. Pidió Evo Morales a sus congéneres que explicaran por qué las grandes potencias mundiales toman como exigencia indiscutible la libertad de circulación de los capitales pero, en cambio, rechazan la libertad de circulación de las personas. Por qué consideran un abuso, en concreto, que el Estado de Bolivia fije condiciones a las multinacionales que explotan la riqueza de su subsuelo, mientras ellas imponen severas restricciones, cuando no prohibiciones totales, a la instalación de ciudadanos de Bolivia en sus propios territorios. No recibió respuesta, como digo. En realidad no era necesaria. Tampoco iban a ponerse a discutir allí la ley del embudo.
Las desigualdades de ese género no afectan sólo a los países del Tercer Mundo. A nuestro modo y a nuestra escala, a los ciudadanos de la Unión Europea también nos toca padecer las consecuencias de las distintas varas de medir que se han ido creando en función de los intereses de quienes más tienen y pueden. Una prueba de ello la encontramos en la libertad de movimientos de la que gozan entre nosotros las multinacionales, que obtienen el amparo jurídico de las autoridades de Bruselas para concentrar más y más en manos privadas la propiedad de los medios de producción y distribución, en tanto otros capítulos de presuntas libertades y derechos –los que afectan a los ciudadanos corrientes y molientes– son tratados con un desinterés y una desidia más que preocupantes.
Tomemos el caso bien actual de las eléctricas. La UE protege los planes expansionistas de multinacionales como E.ON, y pone el grito en el cielo si atisba la posibilidad de que algún Estado, como el español, trata de interferir en esos planes con el ánimo nada neoliberal de preservar sus intereses en un sector que es obviamente estratégico. Pero apenas mueve un dedo para asegurar que la creciente instauración de oligopolios de oferta a todos los niveles, incluido el continental, no lesione los intereses más elementales de los consumidores, tanto por la vía de la fijación concertada de tarifas –una especialidad de las petroleras– como por la degradación de la calidad del servicio.
El pasado sábado se produjo en media Europa un incidente eléctrico que demostró los problemas que puede acarrear la aplicación general de dos dogmas complementarios de nuestro tiempo, según los cuales los poderes públicos han de abstenerse de intervenir en la economía de mercado y el capital privado debe tener plena libertad para expandirse en todas las direcciones. Un fallo en el funcionamiento de los servicios de E.ON –no está claro todavía ni en qué ni en dónde– dejó sin suministro eléctrico a millones de empresas y de personas en Alemania, en Bélgica, en Francia, en España, en Italia, en Holanda, en Austria, en Croacia, en Portugal y en el norte de África. Tal vez en más áreas, porque aún no se ha hecho un balance exacto de los daños producidos por el corte.
La UE dice que lo está investigando. Pues qué bien.
El asunto no es sólo que nuestras autoridades supranacionales estén permitiendo que circulen demasiados huevos en muy pocas cestas –algo que la sabiduría popular viene desaconsejando desde hace siglos–, sino también que hacen como si no supieran que la lógica de la maximización de los beneficios lleva a esas gigantescas empresas a no invertir en seguridad todo lo que sería necesario. Hablo de seguridad en todos los sentidos: para que las instalaciones funcionen, para que no se produzcan altibajos en la red que fundan aparatos, para que no generen incendios, para que los cables de alta tensión no se caigan –ayer uno se vino abajo en zona urbana en un pueblo de Alicante: por fortuna no causó víctimas–, para que no se interrumpa el servicio, para que, en caso de producirse alguna avería, sea reparada con diligencia...
¿Es aconsejable poner servicios públicos de primera importancia en manos de particulares que funcionan con la lógica del beneficio privado? La pregunta es clave, pero se ha quedado vieja. Ahora hay que formularla así: ¿no es aberrante que los estados vayan delegando y dejando en manos privadas todos los servicios públicos de los que depende la sociedad para funcionar con un mínimo de garantías?